martes, 22 de marzo de 2016

Mis cincuenta y cinco: algo de lo que he aprendido.

Pues he llegado a la mitad de mi quinta década en este mundo. No es exactamente la mitad, ya que eso ocurrirá cuando cumpla 56, pero la repetición de cincos parece corroborar la llegada a un cierto nivel, un par de cincos que machaconamente me dicen que la juventud hace rato que quedó atrás. No es de extrañar entonces, que me pidan credencial del INSEN cuando compro boletos de autobús o que en la calle ya no me den volantes anunciando escuelas, pero que corran a alcanzarme para darme los que anuncian funerarias. Ni modo. Debo aceptarlo. Para hacerlo, tal vez este sea buena idea  voltear atrás y ver el camino recorrido, el grueso libro que han formado los días de mi calendario: 

He vivido 20089 mañanas con sus tardes, y he tenido el mismo número de ocasiones para soñar. He tenido la fortuna de poder asomarme al mundo y viajar a una veintena de países solo para darme cuenta que he visto muy poco. He tenido cientos de amigos y he conservado a los que son verdaderos tesoros. He amado y he dejado de amar. Me han amado y me han dejado de amar. No fui padre, pero he cuidado con devoción varias decenas de perros, cinco gatos, tres conejos, doce pericos australianos, un pichón que me odiaba porque traté de meterlo a un arnés para aparecerlo en un acto de magia, cinco palomas habaneras que en cambio lo hicieron muy bien; un hámster, varios cientos de peces de distintas especies, varios cangrejos ermitaños, uno o dos ajolotes, una media docena de ranas, seis tortugas verdes, tres de las cuales alcanzaron la edad adulta; una serpiente de agua y un escarabajo maquesh yucateco al que le quité los adornos que le pusieron para convertirlo en un prendedor viviente  y que vivió un par de años en un terrario que le hice, con ramas, musgo y hojarasca, supongo que felizmente, aunque no estoy seguro porque nunca demostró estar muy contento.  

En la vida he cometido errores gigantescos y aciertos más bien modestos. Por mi profesión, he estado en el escenario miles de veces. Si me hubieran dado un peso por cada aplauso recibido, ahora sería millonario. Pero si me descontaran un peso por cada error, cada nota equivocada, cada diálogo olvidado, tal vez no quede nada o hasta salga debiendo… Pero esas equivocaciones, insignificantes unas y descomunales otras, son las que me han hecho mejorar, o al menos tratar de no repetirlas. ¿Qué es la vida, sino la ocasión para meter la pata una y mil veces, con sus respectivas oportunidades de aprender? Y en 55 años se han acumulado kilos de experiencia que me han hecho aprender…

He aprendido algunas cosas, útiles e inútiles, trascendentales unas, irrelevantes otras. He aprendido, por ejemplo, que siempre vale la pena dar un paseo, que es bueno reírse de uno mismo, que hay que leer lo más posible; que no hay que guardar chocolates en los bolsillos, que hay que mirar al cielo, que hay que viajar ligero, que cuando se está a más de tres kilómetros de casa hay que usar cualquier baño que se encuentre, con ganas o sin ellas; que si no hay algo bueno que decir, lo mejor es no decir nada, que es bueno traer kleenex o servilletas en las bolsas, pero que no hay que olvidar sacarlas, sobre todo cuando se va a lavar la ropa; que hay que llamar de vez en cuando a los amigos, que hay que probar toda comida nueva, que no es bueno acumular triques, que hay que evitar el sol directo, que es bueno tener un paraguas…

He aprendido que no hay que componer lo que no está descompuesto, que no hay que dormir cuando se tiene diarrea, que no hay que guardar comida en el equipaje documentado, que siempre hay que tener antiácidos, que no es posible ser amable en exceso, que es bueno hacer reír a los niños, que siempre hay que estar aprendiendo algo nuevo; que hay que leer por completo todo papel que se firme, que hay que caminar siempre que sea posible; que es bueno acariciar a un perro o un gato, que hay que cuidar las rodillas; que hay que cantar siempre que se pueda; que el pan y las cebollas no hay que cortarlas apoyándolos en la mano; que hay que mirar a los ojos a las personas con las que hablamos, que antes de salir de casa hay que consultar al intestino; que si alguien nos saluda hay que devolver el saludo, aunque no sepamos quién es la persona que nos saluda; que ver morir a un amigo es como perder a un hermano; que perder a un hermano es como morir uno mismo…

Ahora se que es buena idea guardar las bolsitas de catsup, pero no hay que dejarlas en los bolsillos; que no hay que dar consejos si no nos los piden, que hay que vacunarse; que hay que vacunar a perros y gatos; que hay que pelearse con los que no quieren vacunar a los niños; que hay que arreglar lo que sea posible y aceptar que hay cosas que no se pueden arreglar; que hay momentos en que hay que apagar el celular, pero hay que llevar siempre un cargador; que hay que olvidar cuando se haga un favor, pero no olvidarlo cuando nos hagan uno; que las tarjetas de crédito son trampas peligrosas, que hay que ceder el asiento a los ancianos, porque estamos a un paso de serlo; que no hay que estrenar zapatos cuando se viaja, que no hay que decir todo lo que se piensa, que hay que aceptar que hay gente a la que no le gustamos, que hay que enseñar todo lo que se sabe, que hay que saber perdonar y perdonarse…

He visto que no hay objetos más hermosos que los instrumentos musicales, pero su belleza hay que buscarla en nuestro interior; que hay que comer más fruta y verdura, pero los mangos son un batidillo; que hay que aprender a poner inyecciones, que es bueno llevarse los shampoos de los hoteles, pero no cuando se comparte habitación; que hay que rescatar las cosas del empeño; que cuando se está enojado, lo mejor es no abrir la boca; que es una fortuna tener hermanos; que hay que checar dos veces si metimos la ropa interior en la maleta; que ni el tiempo ni lo que se diga se pueden regresar, así que hay que cuidar mucho ambos; que no hay que guardar nada para después, que las papas fritas  hay que comérselas de inmediato; que los calzones sin resorte no son buenos; que si la memoria va a servir para guardar rencores, es mejor entonces ser desmemoriado…

Se que es bueno usar sombrero, pero hay que saber donde ponerlo; que hay que ser desconfiado, pero no parecerlo; que no se llega a ningún lado en una bicicleta fija y que tarde o temprano se convertirá en perchero; que la próstata me ha dicho que está ahí y que su revisión es inminente; que siempre hay que sacar fotografías, que hay que cargar siempre con un libro, que no hay que guardar los lapiceros que no sirvan, que hay que reforzar los botones de abajo de las camisas, que hay que llamar a nuestros seres queridos, que cuando llegue la ocasión de ser valientes, por lo menos hay que fingir serlo…

Ahora estoy seguro que la ciencia y el pensamiento racional son grandes herramientas para no perder tiempo, dinero y emociones en pendejadas; que hay que andar en bicicleta, pero en las de a de veras; que si hay dinero, lo mejor es gastarlo en experiencias y no en objetos; que cuando se cargan maletas hay que recogerse el pelo;  que siempre hay que llevar un lapicero, que hay que saber pedir ayuda y tener el tacto para ofrecerla; que si se aprende malabarismo, hay que practicar lejos de la cocina… 

Pero sobre todo he aprendido  que ese viejo gordo que me mira desde el espejo soy yo y que para eso no hay remedio…


Quisiera pensar que estoy en la mitad de mi vida, pero creo que eso sería pecar de optimismo. El final se acerca, pero si lo pienso bien, no ha dejado de hacerlo desde mi primer día. Espero sinceramente que todavía esté lejos, así que trataré de seguir por aquí, maravillándome de este mundo, tratando de entenderlo, amando a los que me quieren y a los que no también, aunque un poco menos. Creo que todavía hay mucho que dar, mucho que aprender, mucho que decir, mucha música que tocar, muchos escenarios por pisar. Tal vez lo mejor está por venir. Pero si no es así, no importa: lo vivido hasta aquí ha valido la pena, tanto lo bueno, como lo malo. Se que llegará el día en que este recuento llegue a su momento final. Entonces me prepararé, haré un recuento final, miraré por última vez el cielo…  y me tragaré medio kilo de maíz palomero. Así, cuando me incineren, brincarán las palomitas y esa será mi última risa con la que estaré diciendo adiós…

jueves, 10 de marzo de 2016

Caruso, el perro cantor


Lo conocí hace ya casi seis meses, un sábado por la mañana. A esa hora, Real del Monte comienza a llenarse de visitantes, turistas que buscan recorrer sus callejuelas, sentir el frío del bosque que rodea al pueblo, escuchar las historias del pasado inglés y comerse un paste, lo más representativo de la gastronomía local. Para poder mostrar mis habilidades artísticas sin intermediarios de ningún tipo y para complementar mis gastos suelo ir los fines de semana a este pueblo mágico para tocar la gaita y a hacer un pequeño espectáculo de magia como entretenimiento para los turistas.

Estaba tocando frente a la iglesia principal, cuando Caruso llegó aullando. De talla mediana, color café y sutilmente atigrado, no parece pertenecer a ninguna raza canina -o puede pertenecer a todas-. De inmediato llamó la atención y salieron a relucir las cámaras y celulares para capturar la insólita escena: un curioso sujeto, de pelo y barba blancos, ataviado con un bombín, tocando un instrumento musical inusual por estas latitudes, acompañado por los aullidos sentimentales de un perro. Si dejaba de tocar, el dejaba de aullar y entonces se dedicaba a saludar a todos los presentes con vigorosos movimientos de cola. En cuanto los gemidos de mi gaita comenzaron de nuevo, el también, como un músico de sinfónica, se sentó a mi lado y con absoluta concentración se dispuso a mejorar mi interpretación de xotas y muñeiras gallegas con su canción, a veces vigorosa, condimentada con ladridos, otras veces melancólica, con sus belfos plegados y apuntados al cielo como en oración. Los donativos no tardaron en llenar el estuche de mi gaita, que utilizo para recoger la solidaridad del público. De pronto, atendiendo quién sabe que llamado, se marchó corriendo y se perdió por entre los callejones. No me dio tiempo de compartir con él las ganancias obtenidas por nuestro concierto.


Todo un artista canino
Por razones de trabajo, no regresé a Real del Monte, sino varias semanas después. Y luego de hacer sonar mi gaita por unos minutos, Caruso, que no sabía -ni sabe- que así lo he bautizado, volvió a irrumpir, haciendo su misma “entrada triunfal”, aullando y moviendo la cola, como un malabarista al entrar a la pista del circo. Otro breve concierto de gaita y acompañamiento canino, más fotos y risas de turistas y transeúntes entusiasmados. Aprovechando la pequeña multitud que se formó, quise iniciar mi espectáculo de magia, pero Caruso pareció no estar de acuerdo, o a al menos no se mostró dispuesto a cederme la atención. Simplemente se paró sobre sus dos patas para husmear -y tirar al suelo- mis herramientas de trabajo que estaban en una mesita que llevo para realizar mis rutinas mágicas, Mientras yo apurado recogía vasos de cobre, pelotas de distintos tamaños y mi infaltable “varita mágica”, él socarronamente se apropio del estuche de mi gaita y se fue con él, dejando un reguero de monedas… No se lo llevó sino que simplemente se echó a mordisquearlo mientras yo me afanaba en recoger todo lo que había tirado, haciendo las delicias del respetable que reía ante la inesperada actuación de los dos insólitos payasos.

Poco a poco he aprendido a negociar con Caruso: toco la gaita un rato, lo suficiente para juntar un cierto número de espectadores y para que aparezca quién sabe de donde; hacemos un breve aunque sentido concierto y luego se echa en la funda de lona de mi mesita, que coloco especialmente con ese fin, mientras aparezco y desaparezco bolitas y pelotas debajo de tres vasos de cobre y mi sombrero bombín. Al finalizar mi show vuelvo a tocar la gaita y él se incorpora perezosamente para hacer su actuación. Ya hecho todo un divo, a veces  hace su interpretación así, recostado y hasta revolcándose con alegre flojera. A veces se levanta y hace alguna travesura, como robarse una botella de agua o alguna gorra o guante. O se le encima a algún espectador. La gente me mira, pensando que es mío. Yo les digo que no, que Caruso trabaja por su cuenta. No lo hace por maldad, sino por excesiva cordialidad…

Luego de tocar la gaita y hacer mis trucos de magia, me dirijo a Finca Real Café, un establecimiento donde amenizo y enriquezco la degustación de cafés y tisanas mediante la interpretación de jazz, boleros y otros géneros, en saxofón, un instrumento mucho más discreto que la estridente gaita. Y Caruso, ya hecho todo un melómano, vuelve a salir de algún rincón del pueblo y se mete al café para acompañarme nuevamente, no sea que mi concierto, sin su compañía, pierda el brillo de nuestras ejecuciones en la calle.

Un futuro incierto

He tratado de averiguar si Caruso tiene casa, tal vez hasta otro nombre y un dueño, pero no he logrado nada. Me he enterado -no sin ponerme algo celoso-, que suele acompañar a otros músicos callejeros. La gente sabe que anda deambulando por todo el pueblo y seguramente se las arreglará para guarecerse de los helados vientos que con frecuencia corren por ahí. No se ve flaco, ni maltratado, por lo que creo que se las ha arreglado para hacer de su extrema cordialidad su forma de vida: los turistas le convidan pastes o los restos de otros bocadillos. En otros tiempos -y con otra casa-, no hubiera dudado en adoptarlo de manera permanente, pero me pregunto si en la estrechez de una casa urbana estará tan contento como se ve que está en las calles de Real del Monte, con sus vagancias y correrías, sus zalamerías a los turistas y, sobre todo,  sus magníficos conciertos. Tengo miedo de un día llegar y no encontrarlo. Me asusta la posibilidad de que en alguna de sus aventuras abandone la relativa seguridad de las estrechas calles realmontenses y se acerque a la peligrosa carretera. Temo que un día, algún funcionario del ayuntamiento, sin visión y sin sensibilidad, lo vea como un problema urbano y no como el artista que es y se lo lleven sin miramientos a la perrera. La historia de Caruso no tiene un final, porque está en curso. Solo pido a los realmontenses, a los visitantes de ese pueblo mágico, que le den comida, que le ofrezcan un poco de agua, que le den refugio. Pido a mis colegas artistas callejeros, que lo veamos como un compañero de trabajo y que lo cuidemos y protejamos. Pido a las autoridades del Ayuntamiento de Real del Monte y a las sociedades protectoras locales que se le expida una credencial o reconocimiento como un atractivo más de los que tiene el pueblo y se le de la protección que merece. Y al buen amigo Caruso no le pido nada, más que siga siendo él mismo, así, encimoso y zalamero, amigable pero libre  y que siga acompañándome en nuestros ya entrañables conciertos.


martes, 1 de marzo de 2016

Cuba: de teléfonos y revoluciones.


1. El faro del idealismo
La primera vez que fui a Cuba fue en 1984. En ese entonces yo era estudiante en la Escuela de Música, había pasado por la Facultad de Filosofía y Letras y estaba por ingresar a la UAM. La Guerra Fría estaba en su apogeo, varios países latinoamericanos padecían dictaduras militares y tenía amigos exiliados de esos mismos países. Cuba era un referente para los que pensábamos que un mundo más justo era posible. Oía música cubana y me sabía varias canciones de Silvio Rodríguez  y Pablo Milanés, máximos representantes de la Nueva Trova Cubana. El viaje era para corroborar que aquel sistema estaba más cerca de ese mundo ideal. Y efectivamente, yo creí que lo estaba: tenía grandes aciertos como un sistema de salud pública eficiente, educación desde preescolar hasta universidad completamente gratuita, una libreta de racionamiento que aseguraba que cada cubano recibiera una despensa modesta pero suficiente, un sistema en el que los artistas tenían asegurado un sueldo decente. La vivienda era austera pero nadie vivía en la calle; los alquileres no podían sobrepasar el 10% del total de ingresos. El ideario del Ché estaba escrito en los muros. La Habana tenía el encanto de ser una ciudad esplendorosa con algunos problemas por la pintura descascarada.

Los cuestionamientos de los críticos de la Revolución me parecían ridículos: los cubanos no podían comprar jeans ni objetos suntuarios que se vendían en dólares en las tiendas para turistas. En ese viaje cerré los ojos a la manera temerosa en la que los cubanos bajaban la voz para hacer algún comentario crítico. Era cierto: había un control político férreo, policiaco, pero a cambio de muchos beneficios. Seguí siendo un entusiasta defensor de la Revolución y compraba los discos de Silvio y Pablo apenas salían.

2. Aferrado a un sueño.
Mi segundo viaje (o más bien serie de viajes) ocurrieron 10 años después. El Muro de Berlín había caído, la Unión Soviética se había desintegrado y los gobiernos del bloque socialista iban cayendo uno a uno. Como la URSS era el principal comprador y sostén de la economía cubana, se había iniciado lo que llamaron oficialmente el “Periodo Especial”, una época de incontables carencias. Comprar cosas tan simples como una barra de jabón o unas piezas de pan podía ser una verdadera complicación. No había gasolina para los autos, pero se podía comprar alguna en el mercado negro. Había tráfico ilegal de las cosas más cotidianas. Había restaurantes clandestinos, llamados “paladares”, que funcionaban en casas cerradas. La corrupción campeaba en cada esquina. La ciudad estaba obscura, había un sistema de cortes de electricidad de tal manera que sólo había durante pocas horas al día. Durante varias semanas viví en carne propia lo que era vivir en una economía devastada. Admiré la heroicidad del pueblo cubano para aguantar todas esas carencias. Pero seguía creyendo que lo mejor era lo que decía Pablo en sus canciones: “Yo me quedo, con todas esas cosas, pequeñas, silenciosas…” y “Creo en ti, lleno de contradicciones, presto a soluciones…” Hacía poco que había pasado aquel  incidente en donde cuatro altos militares, excombatientes revolucionarios en misión de solidaridad con Angola en su guerra contra Sudáfrica habían sido fusilados al descubrirse que estaba involucrados en el tráfico de drogas, marfil y diamantes. Se estaba luchando contra esa corrupción -pensaba- y toda la culpa la tenía el bloqueo norteamericano.

3. Las grietas.
Durante los veinte años que pasaron hasta mi siguiente viaje, el mito de la Cuba revolucionaria, socialista e igualitaria se fue desdibujando, destiñiéndose lentamente. Supe de las contradicciones entre el socialismo utópico y el socialismo real. Supe de los cambios, lentos e insuficientes, que parecían querer aminorar ese lento pero continuo deterioro en la calidad de vida de los cubanos. Pero sabía que el sistema de salud y el educativo seguían siendo los mejores de Latinoamérica y el mundo. Que sus artistas, al tener un sueldo fijo, podían dedicarse de lleno a su trabajo. Supuse que había carencias, pero que el Periodo Especial ya había pasado y que las cosas tendían a mejorar, más aun con el restablecimiento de relaciones diplomáticas con Estados Unidos.

4. Una realidad que golpea directo a la cara.
Hace unos días me reencontré con una Habana llena de contrastes: las áreas turísticas remozadas, negocios particulares como restaurantes y salones de belleza que parecen florecer. Pero en otras partes encontré más ruinas: edificios que alguna vez fueron esplendorosos, cayéndose a pedazos. Hay partes de la ciudad, céntricas, pero un poco hacia el interior de las grandes avenidas, que parecen los escenarios de esas películas apocalípticas donde la humanidad ha desaparecido y las ciudades se van cubriendo lentamente de vegetación. La diferencia es que aquí sí hay gente, y esos edificios derruidos sí están habitados. Dos sistemas monetarios funcionan de manera paralela: los pesos cubanos y los CUC (nunca pude averiguar el significado de las siglas; se que alguna de esas “C” se refiere a “convertible”), con una paridad de 25 pesos cubanos por cada CUC; a su vez, un CUC vale aproximadamente un dólar. En las tiendas -todas. ya no hay tiendas exclusivas para turistas- se puede pagar en ambas monedas, pero se da preferencia a los CUC: para tomar uno de los famosos helados Coppelia, puede uno pasar directamente a comprarlo pagando con CUCs… o hacer una fila interminable si se quiere pagar con pesos cubanos.

5. El celular perdido.
Hicimos nuestras funciones de “Baños Roma” en un teatro que es sede de una compañía teatral, “El Ciervo Encantado”. Nuestro trabajo fue bien recibido y, al terminar la última función nuestras amables anfitrionas nos sugirieron ir a “Las Vegas”, un antro que nos describieron ellas mismas como “decadente, con un show de travestis de lo más bajo y un cuerpo de baile más bajo todavía”. Querían mostrarnos “los bajos fondos” de La Habana. El interés fiestero y el antropológico se mezclaron y acudimos entusiasmados a dicho lupanar. La entrada costaba 3 CUC y nos dijeron que estaba prohibido tomar fotos y video. Entramos a un lugar estrecho, atestado por un público conformado mayoritariamente por parejas de hombres homosexuales. La mesa que ocupamos estaba muy atrás y desde ahí no se podía ver el escenario, así que en cuanto empezó el show, nos levantamos para poder ver. Yo me ubiqué estratégicamente detrás de una columna, de tal modo que inclinándome por un lado, podía ver casi la mitad de la pista de baile. El espectáculo principal estaba a cargo de Margot, un travesti que contaba chistes y simulaba cantar canciones conocidas con una pista sonora. Se alternaba con otro travesti que solo “cantaba”. De cuando en cuando, gente del público se levantaba a poner billetes en el escote de las artistas, a pesar de que una de ellas llevaba un vestido de cuello alto, muy ajustado, pero sin escote, así que los billetes se los ponían directamente en el cuello. También hubieron algunos números de baile ejecutados por un grupo de tres hombres y tres mujeres, nada inolvidable, pero tampoco tan malo como para dar de qué hablar. Lo que me sorprendió es que pudieran bailar en un sitio tan estrecho.

Mirando el show, recargado detrás de la columna, de pronto sentí una mano que palpaba mi trasero. Sorprendido, me encontré con una mujer de lentes, no muy atractiva, que me preguntó gritando: 
-¿Tú eres gay?-. La miré extrañado y le dije que no. Luego se dirigió a Nacho, otro integrante de nuestro grupo y le preguntó lo mismo. Luego volvió conmigo: 
-¿Y entonces que haces aquí?-. Sólo me encogí de hombros. Como la música estaba sonando, para hablarme se acercaba mucho y trataba de acercarme los senos. Como vio que yo la miraba más bien asombrado, me dijo: 
-Discúlpame por preguntarte que si eras gay, espero no haberte ofendido. 
-No hay problema- le dije. Se dirigió nuevamente a Nacho: 
-¿Eres gay?-. En ese momento hice el gesto habitual para verificar que mi teléfono celular estuviera en el estuche con cierre de velcro que llevo en la cintura y lo encontré vacío. Como segundos antes había sentido que allí estaba, supe que esta mujer me lo había sacado, aprovechando sus toqueteos. De inmediato me dirigí a ella con voz fuerte:
 -¡Oye corazón, devuélveme mi celular! Aquí lo tenía y tú eres la única que se me ha acercado…
-¿Tu qué? ¿Tu móvil? No, mi vida, yo no tengo nada… y me mostró las manos vacías. No llevaba ninguna bolsa y su ropa era muy estrecha para esconder algo. Pero conozco como trabajan los carteristas, que pasan de inmediato lo robado a otra persona cercana.
-Sí fuiste tú, dame mi celular- dije cada vez más enojado y alzando la voz más fuerte.
-Que no, mi amor, yo no lo tengo. Hay que tener cuidado, aquí andan robando… Esto último lo gritó, como advirtiéndole al resto de la gente. 
-Hace un rato a un chico le llevaron la cartera con su dinero…¿Dónde tienes el dinero? ¿En el bolsillo? No, tenlo en la mano para que no te roben…
En eso, no se de dónde, aparecieron dos Drag Queens de dos metros de altura. No es exageración: ambas medían dos metros y tenían como 60 centímetros de pestañas. Llevaban vestidos repletos de lentejuelas.
-Mira, son mis amigas…que a este chico le acaban de llevar el móvil, se lo han sacao
Los gigantes -o gigantas-  me saludaron y movieron la cabeza con desaprobación pero mirándome fijamente. Supe que, por mi seguridad, no debía hacer más lío… Enojado, salí con Nacho y Marina a acompañarlos a fumar un cigarro. Estaba furioso de impotencia. Después de un rato, regresé para reunirme con el grupo que ya planeaba la salida de ese lugar. La mujer de lentes se me volvió a acercar y yo instintivamente puse las manos en los bolsillos.
-¿Encontraste tu móvil? me preguntó con fingido interés. La miré de manera fulminante, a sabiendas que todo era inútil. Me jaló de un brazo y me llevó a la barra del bar.
-Mi amor, no te preocupes. Es sólo un móvil. En esta vida a veces se gana y a veces se pierde… y me dio un beso en la mejilla. Mientras me alejaba, me acarició la cara y me dijo:
-Regresa pronto mi amor…

6. De espaldas al mar.
Después de estar en el antro aquel, caminamos unos metros, a la confluencia de Infanta y 23, frente al malecón. Aquello parecía una feria, repleta de gente. La mayor parte eran hombres homosexuales, algunos maquillados o con el pelo teñido de colores. Nuestras anfitrionas nos comentaron que ese era el sitio donde se reunían los homosexuales varones para ligar u ofrecer sus servicios a los turistas. Nos dijeron que por ahí cerca se alquilaban habitaciones por hora. 
-Aquí se puede conseguir lo que sea… chico o chica, de la edad que quieran…
Nos acercamos al malecón para seguir conversando. Había muchas personas haciendo lo mismo. La gente que no tiene dinero para ir a un bar, compra una botella y ahí se la toman. Había algunos músicos ambulantes, ancianos vendiendo maní, personas en la más profunda pobreza. Vi a una mujer andrajosa, descalza, visiblemente afectada de sus facultades mentales, que deambulaba llevando un cachorro en los brazos. Un anciano le gritaba a unos jóvenes:
-Sí, estoy borracho y hace dos días que no como… Se levantaba la camiseta y mostraba el vientre hundido.

Nuestros amigos nos contaron que los sueldos son bajísimos: los técnicos del teatro ganan el equivalente a 10 dólares… al mes. Sí: por mes. La directora de la compañía, por su puesto directivo, es privilegiada: gana el equivalente a 30 dólares mensuales. Pero la paga es en pesos cubanos y para comprar cualquier cosa que se necesite, que no esté en la libreta de racionamiento (o sea, casi todo), se tiene que pagar con CUC. Las viandas que cubre la libreta son ridículamente escasas: media taza de aceite, un trozo de pollo de dudosa calidad, medio kilo de arroz y otras cosas… también una vez al mes. Preguntamos que porque se come tan poco pescado, puesto que la isla está rodeada de mar. Nos dijeron que la pesca sólo la puede hacer la flota pesquera, que si alguien se sube a una lancha para salir a pescar por las orillas, es apresado “por tratar de emigrar ilegalmente”. Sólo se puede pescar con linea y anzuelo desde el malecón. Pero puede ser riesgoso comerse lo que se pesca, tomando en cuenta que todo el desagüe de la ciudad se descarga en el mar. 

7. La Revolución desteñida.
¿Cómo puede sobrevivir la gente? Los médicos reciben sueldos similares de 20 o 30 dólares mensuales, así que aceptan el pago en especie o el trueque de servicios. Todos buscan la manera de ganarse unos cuántos CUCs. El ingreso principal de la isla son las remesas de los cubanos en el exterior. Los que tienen familiares que mandan dinero, pues se las arreglan. ¿Y los que no? Ví a ancianos vendiendo bolsas de plástico sentados en la banqueta. Una flautista que tocaba en el lobby del hotel Ambos Mundos se ofreció dejar momentáneamente su trabajo para llevarnos a un restaurante supuestamente recomendable. Uno de nosotros fue estafado al comprar una caja de puros falsificados, con el cuento de que si compraban algo en la tienda a la que lo llevó un supuesto matrimonio joven, les daban comisión en forma de arroz, frijoles y café. Los puros, en una caja con una etiqueta desteñida, no solamente eran falsos, sino que los pagó al doble de lo que le hubieran costado unos originales. 
Vi letreros de gente que vende su casa. Comienza a haber acaparamiento inmobiliario por parte de extranjeros que compran edificios ruinosos a precios bajísimos o de cubanos que se han sabido acomodar y que hacen negocio al alquilar cuartos o departamentos a turistas. Los militares, nos contaron, son los privilegiados ahora. Fue una conversación amarga, sin esperanza alguna…


Al día siguiente vi retratos del Che pintados en los muros. Las frases aquellas me parecieron huecas. ¿Que principios revolucionarios se pueden mantener cuando para sobrevivir se tiene que hacer cualquier cosa a cambio de CUCs? ¿Que lealtad puede haber a un movimiento o a una patria que niega cosas elementales, sobre todo cuando se ve que los burócratas de alto nivel y los militares son los únicos que no parecen padecer estrecheces? ¿Hay culpables o es la naturaleza humana? ¿Es culpa del bloqueo o de los hermanos Castro Ruz? ¿Puedo culpar a los estafadores que venden puros falsificados? ¿A la mujer que roba celulares a turistas despistados? Esa noche, no sólo perdí mi teléfono. Algo, dentro de mí, algo que atesoré por muchos años, también se perdió…