lunes, 28 de agosto de 2017

Remembranzas de mi hermano



En aquellos días lejanos de mi infancia, mi familia solía visitar el mismo paraje del Parque Nacional de El Chico, conocido como Sabanillas. Tenía un arroyo con ranas y renacuajos, varias formaciones rocosas, un pequeño estanque y un laberinto de juníperos. A mi hermano Chavo le gustaba escalar los peñascos y yo lo seguía. En una ocasión, trepando lo que a mí me parecía una inmensa cumbre, me quedé atorado en un punto sin saber como subir, colgado del borde de lo que yo creía era un precipicio. Asustado, llamé a mi hermano, que ya había llegado al punto más alto y regresó por mí. Con facilidad, me tomó de los brazos y me jaló para que subiera. Después, sin decir nada, nos quedamos  en silencio mirando el bosque desde las alturas, escuchando el viento pasar a través de los árboles.
Este es uno de los primeros y más preciados recuerdos que tengo de mi hermano  Chavo y, junto los recuerdos que siguen, constituyen un verdadero tesoro en mi memoria. No están necesariamente en orden cronológico. Los detalles se pierden entre la niebla del tiempo: no se con exactitud cuándo ocurrieron, pero ahí están, haciendo que mi hermano esté presente en mi vida, como el árbol fuerte que vemos día a día: pareciera que ya no le prestamos atención, pero si lo cortaran sería una catástrofe.


La peluquería. Cerca de nuestra casa abrieron una peluquería, atendida por dos hermanos. Mi mamá, que gustaba que lleváramos el pelo bien corto, le dijo que me llevara y le dio dinero: diez pesos, cinco por cada corte. Recuerdo como, al ir caminando por la calle, él puso su mano sobre mis hombros. Al regresar, sintiendo el frío en la nuca, el repitió ese gesto y como si adivinara esa sensación, puso su mano en mi cuello, sujetándome suavemente. Yo me sentí guiado y protegido.

Las carreras de autos. Un domingo programaron en la televisión una carrera de autos. Mi mamá me puso una playera con motivos de autos de carreras. En el programa salió un auto tipo dragster que, al arrancar a gran velocidad, levantaba las ruedas delanteras, mientras avanzaba propulsado por las grandes ruedas traseras. Durante la carrera,  Chavo me habló de Moisés Solana (“Moiseis”, yo decía…) y de Pedro Rodríguez. Días después, modificó un carro de juguete e inventó, con el empaque de unas medicinas (que abundaban en la casa por el trabajo de mi papá), un artilugio para que el carro, corriendo sobre un tramo de autopista, se levantara de igual forma que el dragster que vimos en la televisión.

La estudiantina del kinder. En aquellos años se pusieron de moda las estudiantinas. Y el jardín de niños al que acudía -el “Club de Leones”- creó su propia estudiantina. Obviamente, no tocábamos nada, pero llevábamos instrumentos que pretendíamos tocar. Yo llevaba una melódica, otros niños llevaban guitarras de juguete y así cada uno, con aquellos juguetes, pretendíamos ser aquellos que cantaban con graves voces desde el disco de una estudiantina real. En nuestro “repertorio” estaba “De Colores”, “Yo tenía 10 perritos” y “Aquimichú”. Un día, nos citaron en el kinder con nuestro uniforme de estudiantina -un traje estilo español, color guinda, hombreras doradas y capa con listones-. Antes del evento, como niños que éramos, nos pusimos a jugar a que éramos jinetes -así, sin necesidad de ningún caballo simulado, solo corríamos golpeándonos las nalgas para hacer sonido de galope-. Viendo a los “jinetes” con nuestros trajes de la estudiantina, tomé nota mental para preguntarle a mi hermano -que todo lo sabía- quienes eran los jinetes que usaban uniformes como los nuestros… Por cierto, nunca le pregunté, pero ese momento en el que me detuve a pensar en que Chavo, que sabía de historia, de ciencias y de todo lo imaginable, podría enseñarme algo, quedó grabado para siempre en mi memoria. A partir de entonces, él fue para mí una fuente de conocimiento. 
Cuando me “gradué” del kinder, Chavo fungió como mi “padrino”. Hay por ahí una fotografía donde está él, un adolescente desgarbado, mi mamá muy sonriente, yo, con el uniforme de la estudiantina y una gran caja, de mi tamaño, forrada con papel de china blanco, que contenía una bazuca de juguete que lanzaba cohetes de plástico, mi regalo de graduación.


El experimento. A mi me gustaba jugar solo. Uno de mis juegos favoritos era poner en un frasco o botella, todos los líquidos que pudiera encontrar en el baño: shampoo, espuma de rasurar, pasta de dientes, limpiadores, etcétera, se mezclaban con agua. Yo lo agitaba y observaba los colores, las texturas y los precipitados que se formaran. Cuando me cansaba de mezclar, cerraba el frasco y lo guardaba por días para ver que ocurría con aquel menjurje. En una ocasión, Chavo encontró uno de aquellos frascos sobre un librero,  algo que lo irritaba especialmente por el daño que podría causar a los libros. Regañándome, abrió el frasco de manera descuidada; el líquido goteó y cayó sobre sus pantalones. Enojado me preguntó qué era lo que contenía el frasco. Temiendo que el regaño creciera por sus pantalones manchados con quién sabe qué cosa, comencé a llorar -algo que hacía con frecuencia-. Él me calmó, olfateó el líquido y me preguntó qué era lo que había mezclado. Yo, todavía asustado, le dije que no sabía.
-“Ya no llores, no pasa nada, esto se quita cuando mi mamá ponga el pantalón en la lavadora”- me dijo con firmeza -“pero ¿qué pusiste en el frasco? Esto huele a cafeína… ¿sabes lo que es eso?” Y vino la explicación de lo que era el componente del café… Puesto que en mis experimentos solo utilizaba ingredientes que estuvieran en el baño, nunca nada de la cocina, no tuve idea en ese entonces, ni la tengo ahora de cómo mi menjurje podría  tener olor a cafeína.

Las enciclopedias. Mis padres siempre tuvieron el cuidado de que hubiera libros en la casa, a nuestro alcance. Había una colección de libros que se llamaba “Mis Primeros Conocimientos”. Cada tomo empastado en rojo, trataba de tres temas como “Trenes - Aviones - Viajes Espaciales” o “Gatos - Perros - Caballos” -mi favorito, al cual le escribí en la pasta, con un crayón, una gran letra “E”, en respuesta al reto de mis hermanas de si ya sabía escribir. Durante mucho tiempo, sólo miraba, una y otra vez -todavía no leía-, el tomo de los gatos y los perros. Una vez, Chavo observó que sólo miraba y trataba de leer el mismo libro. Entonces se sentó junto a mí, tomó el libro correspondiente a “Autos - Minería - Puentes” y me lo fue leyendo y explicando. Luego tomó otro e hizo lo mismo. Así, me alentó a leer todos y cada uno de los tomos de esa colección. Con los años, me leí enteritos, los 14 tomos de la Enciclopedia Grolier, el Diccionario Enciclopédico Quillet, y la Enciclopedia Combi Visual. El impulso de aquel “empujón” que mi hermano me dio hace casi 50 años para que comenzara a leer, no se ha terminado…

El truco. A Chavo siempre le gustó payasear. En las fotos solía -suele- hacer gestos o adoptar pose de Napoleón. En su repertorio de gracejadas tenía un truco:  tomaba una bolsa de papel con una mano, pretendía tomar algo del aire, simulaba arrojarlo al aire y pretendía atraparlo con la bolsa. El objeto invisible hacía “sonar” la bolsa y él, con aire triunfal, sacaba una moneda que supuestamente había aparecido. Me enseñó ese truco y me mostró donde había más trucos de magia: en la mencionada colección de “Mis Primeros Conocimientos” y en un tomo de la Enciclopedia Grolier. Durante años, me limité a leer las descripciones y mirar las ilustraciones. Fue una semilla que tardó en germinar, pero cuando lo hizo, creció para convertirse en una de mis pasiones.



La guitarra. En su adolescencia temprana, Chavo quiso aprender a tocar la guitarra. Mi papá le compró una y le consiguió un maestro -un señor callado, de bigote recortado y que siempre pedía café-. Alumno dedicado, pronto comenzó a tocar bastante bien. No sólo aprendió a acompañar canciones, sino que también tocaba piezas instrumentales, como el “Adiós de Carrasco”, -que les gustaba mucho a mis abuelos-. La guitarra se convirtió en parte de él mismo. Aunque mis papás pretendían que él nos enseñara a mis hermanas y a mí, eso nunca ocurrió. Cuando ya tocaba  más o menos bien, fue contratado para que les diera clases de guitarra a unos amigos, cuatro hermanos, que vivían en la misma calle. Semana a semana acudía a su casa para enseñarles a tocar. Yo me negué a aprender. Fingí que no me interesaba. En realidad, muchos años después me di cuenta de que estaba celoso. Hasta la fecha, me arrepiento de no haber aceptado sus clases…

Con los años, se convirtió en un guitarrista bastante competente, tomando en cuenta que nunca estudió música de manera formal. Solía practicar en la recámara que compartíamos, en la noche, los fines de semana cuando regresaba a Pachuca después de pasar la semana estudiando física en la UNAM, cuando supuestamente yo ya estaba dormido. Así, entre sueños, sus ejercicios y las piezas que tocaba, se metieron en mis recuerdos. También solía llevar discos de música clásica, no solo de guitarra. Así conocí a Johann Sebastian Bach, su favorito -y por consiguiente, el mío- y sus Conciertos de Brandenburgo. Conocí los arreglos ligeros de Waldo de los Ríos, y también a Walter Carlos y la música de la película “Naranja Mecánica” e Isao Tomita y la música de Debussy. Entre sus libros tenía el “Entrenamiento Elemental para Músicos” de Paul Hindemith, con la intención de algún día estudiarlo. Para mí, durante años, ese libro, con su notación y solfeo,  fue un completo misterio, hasta que al entrar a estudiar a la Escuela Nacional de Música llevé ese mismo libro. Su guitarra, las piezas que tocaba y los discos que tenía, fueron determinantes para que yo decidiera hacer de la música mi carrera.

Las revistas. Cuando yo entré a la secundaria, Chavo ya llevaba varios años estudiando en la UNAM. Los domingos en la tarde se marchaba a la ciudad de México y regresaba usualmente los viernes por la noche. Muchas veces llegaba con alguna novedad, un libro interesante, un disco o algún artefacto propio de sus estudios, por lo que siempre lo esperaba expectante. Algunas veces llevaba algo especialmente para mí: en varias ocasiones me compró  una revista en inglés llamada “The Magic Magazine”. Para mí era un verdadero tesoro: una revista para magos, con reportajes, entrevistas, consejos y trucos. Con ayuda de un diccionario, las leí de cabo a rabo. Esa fue la base para que yo aprendiera inglés, a pesar de que solo estudié lo poco que me dieron en la secundaria y la prepa. Todavía las conservo…

Los juguetes. Chavo tenía varios juguetes que me estaban vedados, prohibición que respeté siempre o casi siempre: un juego de química, con sus tubos de ensayo llenos de polvos multicolores y un tren eléctrico, con sus vías en forma de ocho, y varios vagones de carga. En una ocasión, acompañó a mi abuela a Ciudad Juárez, donde residía un hermano de mi papá, y regresó con juguetes que a mi me parecieron maravillosos: un avión azul, que podía volar sujeto a cables, con motor de gasolina y un auto mustang rojo convertible, de pilas, con una palanca de velocidades que funcionaba realmente. Yo suspiraba por ese carro, porque estaba en la misma escala de algunos carros que yo tenía, aunque no tan vistosos. Por eso lamenté cuando mi primo Ramoncito -que no respetó la prohibición- le sumió las ruedas al apoyarse sobre él para usarlo como cualquier carro de juguete…

Estudiantinas que estudian. Por aquellos años, en la televisión se hizo un programa de concurso llamado “Estudiantinas que Estudian”, patrocinado por Cerillos La Central. Chavo estaba en la secundaria y formaba parte de la estudiantina de la Secundaria Federal  Número 1 (aunque en ese entonces, al ser la única, no tenía ese número), tocando el acordeón. El programa consistía en el enfrentamiento entre dos estudiantinas de sendas instituciones educativas, que competían tanto con números musicales como con preguntas y respuestas. que eran contestadas por un “equipo de sabios”, integrado por los alumnos más aventajados de cada escuela. La estudiantina de la secundaria de Pachuca comenzó a ganar, aún cuando se enfrentaba a conjuntos de instituciones de nivel más alto, como prepas y vocacionales. Chavo formaba parte de ese equipo y pronto se ganó el mote de “El Sabio”. Semana a semana, durante varios domingos, la estudiantina de la secundaria de Pachuca, al ir ganando, se fue convirtiendo en celebridad local. En una ocasión en que la familia acudió al mismísimo estudio de Telesistema Mexicano para presenciar el programa, este se suspendió por un acontecimiento histórico: la llegada del Apolo XI a la luna. Solo recuerdo haber estado esperando, aburrido, a que iniciara el programa mientras se escuchaba la narración del famoso alunizaje. Al final, el programa no se realizó y regresamos frustrados.

La fama de la estudiantina y de “El Sabio” fue creciendo en la ciudad, que en ese entonces era pequeña. La gente acudía a despedir a los muchachos y los esperaba en la noche para recibirlos. Yo, como el resto de la familia, estábamos orgullosos de nuestro Sabio. En la escuela mis maestros y compañeros me preguntaban por el programa.  Por eso, el día que fallaron la pregunta y perdieron, fue una tragedia local. Creo que la pregunta fue acerca del color del jade, el hecho es que cometieron un error y todo se vino abajo. Mi papá manoteaba la mesa enfurecido, creo que mi mamá lloraba… En realidad, Chavo -creo- se sintió aliviado: la presión era cada vez más grande. Su fama, además, tuvo un precio: cuando terminó la secundaria e ingresó a la prepa, fue un blanco especialmente codiciado para las novatadas que en ese entonces eran tradicionales. Lo raparon varias veces los bravucones de la prepa…

Las celebridades. Hace poco tiempo salimos a pasear por el centro de Coyoacán. Caminábamos lentamente cuando se acercó un joven con una cámara en la mano. Nos dijo tímidamente que si podía sacarnos una fotografía. Extrañados, le preguntamos cuál era su interés.
-Es que nunca había visto paseando juntos a Albert Einstein y Santa Claus...



Los años han pasado y los recuerdos son nebulosos. “El sabio” Cuevas, después de años de estudio en el extranjero, se convirtió en el Dr. Cuevas, experto en óptica de los telescopios más avanzados, con reconocimiento en las más altas esferas de las élites científicas del mundo. Pero él ha hecho que la palabra “hermano” brille como los astros que se observan en los telescopios que ha inventado. Ha sabido buscarme en momentos difíciles y en más de una ocasión en que la vida me ha puesto atorado al borde de un peñasco, él ha venido, me ha tomado con sus fuertes y bondadosos brazos y me ha puesto junto a él, en la cima. Y desde ahí hemos contemplado juntos el paisaje.


domingo, 12 de febrero de 2017

Yo viajé aferrado a los pies de un gigante.


Uno de los sonidos más entrañables de mi niñez, además de los programas de radio que mi mamá solía poner en la consola Telefunken que adornaba la sala, con todo y comerciales, además del sonido del piano de juguete donde mi hermana Chelo tocaba una y otra vez la melodía de “Palitos Chinos”, es sin duda el ruido que producía un mosaico suelto que estaba al lado de la cama de mis padres, más exactamente, del lado que ocupaba mi papá. Cuando se acostaba, al quitarse los zapatos, siempre hacía sonar ese mosaico. Aquel ruido seco, sin mayor interés acústico, era el sonido mismo de la tranquilidad. Cuando mi papá llegaba tarde de sus frecuentes viajes –dos semanas  en Poza Rica, seguido de dos semanas de viajes cortos en los poblados aledaños a Pachuca, patrón que se repitió por años-, cuando ya estaba dormido, entre sueños escuchaba el motor del coche, la puerta que se abría, los pasos fuertes de mi papá y la voz de mi mamá. Luego, como culminación de esa vieja canción, el mosaico daba su remate cuando se movía por el peso de un gran zapato que caía. Entonces sabía que mi papá estaba ya en casa y que todo estaba bien. Podía continuar con mis sueños, tranquilo, en paz…

Muchas veces, como teníamos establecido un riguroso orden en el que mis hermanas y yo nos turnábamos para dormir con mi mamá durante la ausencia de esos viajes, mi papá llegaba en viernes por la noche cuando a mi me había tocado el honor de ocupar su lugar para dormir. Entonces, a pesar del ruido que hacía el coche entrando en la cochera, a pesar  de los aullidos de bienvenida de Laika y a pesar de los pasos en la escalera de entrada, me fingía dormido, porque ya sabía lo que vendría luego: mi papá me destaparía, me levantaría con suavidad increíble en sus brazos y me llevaría cargando hasta mi cama. Yo sentía su fuerza matizada por la ternura y su olor a lavanda. Invariablemente las sábanas estaban frías. Pero ese corto viaje entre su recamara y la mía bastaba para contrarrestar esa frialdad un tanto desagradable. Luego, volvía a escuchar aquel mosaico tan querido…


Cuando llegaba después de alguno de esos cotidianos viajes, todo era alegría. Algunas veces, esperábamos en la ventana, contando los coches que aparecían doblando la esquina, esperando ver su gran auto, casi siempre un Ford Galaxy que cada dos años cambiaba: primero uno rojo con negro, luego uno verde y luego una serie de carros blancos… Mi papá llegaba, y no importaba lo que hubiera pasado en la semana, todo era alegría: la nuestra, la de mi mamá y, desde luego, la muy exaltada de Laika, nuestra amada perrita. Incluso, si se había presentado algún problema, no importaba lo que fuera, ni su tamaño, quedaba automáticamente resuelto en cuanto subía la escalera, cargado con su maleta azul que olía a loción y brillantina. Nos saludaba, conversaba un poco mientras revisaba su copiosa correspondencia: la compañía donde trabajaba le mandaba cartas y cartas que se acumulaban en grandes montones. El rasgaba los sobres mientras se enteraba de los pormenores de la semana y sonreía, sonreía todo el tiempo…



Al día siguiente, cuando despertaba muy temprano y oía las voces de mis padres en su recamara, me levantaba, iba con ellos y me acostaba en medio de los dos. La conversación seguía y uno a uno se iban sumando Tere, Chelo, Chavo y, por supuesto, Laika. Ahí, acostados, yo tomaba las grandes manos de mi papá y las examinaba minuciosamente, contemplaba sus dedos, los comparaba con los míos, revisaba los lunares rojos de su pecho, todo eso mientras la conversación nos llevaba a las anécdotas familiares, a las historias divertidas repetidas una y otra vez: el cuento de la rata que comía vitaminas y que hizo que volaran el drenaje, la historia de cuando mi mamá conoció a mi papá y lo que dijeron mis tías, la anécdota del coche que yo no conocí pero que por su vaivén apodaban “el barco”…

Luego, todos nos levantábamos y yo lo acompañaba a comprar el desayuno: una olla de un guiso de panza que siempre me pareció nauseabundo, acompañado por el periódico deportivo Esto y su característico olor, el Sol de Hidalgo, algún otro periódico nacional y una pila de historietas que llenaban nuestro espacio de lectura dominical. Desayunábamos, leíamos los “cuentos” como les llamábamos, mientras mi papá miraba algún partido de futbol en la recién adquirida televisión a color, donde a menudo las personas se veían verdes como cadáveres de varias semanas  o rosadas como víctimas de una severa rubeola. Mi papá pasaba entonces un buen rato dando la vuelta a un botón que decía “sintonía fina”, para que los colores fueran un poco –sólo un poco- más realistas.

Cerca de la una, mi mamá nos llamaba para llevarnos a misa, a pesar de que habíamos elevado nuestras plegarias al cielo rogando que se le olvidara hacerlo. Mi papá se quedaba en casa mientras nos marchábamos, secretamente malhumorados, a cumplir nuestro deber religioso en una iglesia a medio construir, llamada popularmente  “La Villita”. Pasaban los años y la iglesia seguía llena de vigas de madera y materiales de construcción. Siempre pensé que cuando esa iglesia se terminara de construir, vendría el fin del mundo. Hace pocos años la terminaron y no, no llegó el fin del mundo. Al menos no todavía…

Luego de la misa comíamos un pollo rostizado comprado en Las Anitas, la única rosticería en Pachuca en ese entonces, acompañado de papas fritas y refresco servido en grandes vasos de plástico, sentados en un comedor rojo que estaba en la cocina. Cuando terminábamos, mi papá anunciaba: “Vamos a dar la vuelta”. Todos subíamos al coche, Laika incluida por supuesto, pasábamos a la dulcería Dym que estaba en la Plaza Juárez a comprar golosinas: lenguas de gato, lagrimitas, malvaviscos; y luego hacíamos un viaje por los alrededores de Pachuca, hacía Las Bombas, hacia la mina de La Paz o hacía la carretera a Real del Monte. Pachuca era mucho más pequeño y donde ahora hay fraccionamientos, en ese entonces no había más que matorrales. Aquel era un mundo casi perfecto, con algunos problemas y sinsabores, pero que se resolvían mágicamente en cuanto mi papá regresaba de un viaje…




Un día, cuando tendría 8 o 9 años un incidente me hizo ver que aquel mundo casi perfecto podía terminar: una excursión dominical al Cerro de la Estrella, en el Distrito Federal, con mi tío Toño, mis primas Rosita y Almita y mi hermana Tere, terminó con un violento asalto donde mi tío fue baleado. Recuerdo, casi como una película, a un individuo sujetándolo por el cuello desde atrás mientras mi tío forzajeaba tratando de sacar una pistola que llevaba en la cintura. El otro sujeto al ver esto, levantó su arma y disparó sin apuntar. El retumbar del trueno me ensordeció. Luego vi, casi sin emociones, en estado de shock, como lo despojaban del arma, de un cuchillo de monte y de su cartera con muy poco dinero. Voltearon un morral con manzanas en busca de algo de más valor y vi como rodaban cuesta abajo… La herida de mi tío no fue grave y el incidente no pasó de un gran susto y una anécdota que conté una y otra vez a la menor provocación.

Pero a partir de entonces comencé a sufrir angustia por mi papá ¿Qué tal que le pasaba algo? Comencé a leer la nota roja de los periódicos. Veía que todos los días ocurrían asaltos, choques, accidentes. ¿Y si, en uno de esos viajes, le pasaba algo, si lo asaltaban y le disparaban? Un accidente de carro estaba descartado, pues no existía en el mundo mejor conductor que él. ¿Como iba a chocar si él había piloteado aviones, si había combatido en la 2ª Guerra y había sufrido una herida a manos de un piloto japonés que le dejó una cicatriz en la mano que solía presumir? No, él nunca chocaría. Pero ¿un asalto? La sirena de una ambulancia me sobresaltaba cuando él estaba ausente.

Mi papá se dio cuenta de mis temores, así que un día, sábado o domingo, me llevó a mí solo –Chavo ya era o estaba a punto de ser estudiante universitario, mis hermanas recién habían iniciado su adolescencia- a comprar un avión o un helicóptero de juguete y me llevó al campo a que lo voláramos. Yo miraba atemorizado a los alrededores, temiendo que apareciera alguien.
-Mejor vámonos, le dije.
-No, me contesto rotundo- Este no es el Cerro de la Estrella. Eso que pasó fue un accidente y no volverá a ocurrir. No debes tener miedo…
¿Cómo no iba a creerle, si él, que había piloteado aviones, que podía manejar con seguridad por la carretera más difícil, que podía arreglar mis juguetes descompuestos, que podía leerme sus instrucciones en inglés, que podía arreglar cualquier problema simplemente llegando, me lo decía con esa seguridad y firmeza?



Durante las vacaciones escolares solía llevarme con él a trabajar. A veces eran viajes cortos a poblaciones cercanas a Pachuca. Pero otras veces me llevaba a Poza Rica. Yo iba armado con una colección de libros, generalmente sobre la naturaleza, para combatir el aburrimiento cuando lo esperaba en el coche mientas él visitaba a algún médico. Deben haber funcionado muy bien, pues no recuerdo haberme aburrido un solo instante en aquellos viajes. Eran trayectos largos, de varias horas, pero yo disfrutaba el paisaje y le hacía preguntas sobre los lugares que veíamos, que siempre fueron lugares maravillosos. En alguna ocasión me dejó en la playa de Tecolutla o de Tuxpan, al cuidado, sin que yo lo supiera, de amigos suyos que tenían negocios por ahí. Pasaba horas jugando en la arena, buscando cangrejos o caracoles. Y nunca sentí temor. ¿Por qué habría de hacerlo, si el me dijo que regresaría en dos o tres horas?  Poza Rica, ese lugar a donde él viajó durante años con regularidad, era un sitio increíble, un lugar donde el fuego de los quemadores de los pozos petroleros iluminaba una noche ruidosa de insectos. Fue ahí donde vi por primera vez un invento tan asombroso como un elevador, con su puerta corrediza que se movía sola; había un restaurante que servía unos hot cakes con miel de maple exquisitos. Al salir de ese restaurante me sorprendía mucho la sensación de pasar de la frescura del aire acondicionado a un calor agobiante, húmedo y con olor a gas. Muchos años después regresé a Poza Rica y me pareció una ciudad bastante ordinaria, más bien feona, que apestaba a petróleo en medio de un calor insoportable. Me di cuenta que lo maravilloso no eran los lugares a donde íbamos. Lo maravilloso era la compañía de mi papá.

Pero también sabía ser firme: cuando se enojaba con alguno de nosotros por alguna respuesta impertinente, por alguna grosería a la hora de la comida, golpeaba la mesa roja con los dedos juntos y levantaba la voz. Los platos saltaban y todos callábamos.  Y no es que hubiera miedo al castigo –muy pocas veces lo hizo y nunca, nunca me golpeó ni vi que golpeara a ninguno de mis hermanos-. Simplemente su firmeza se imponía. Pero también sabía premiar: ocurre que cuando yo tenía unos 10 u 11 años era un niño, digamos llenito. Robusto. Regordete. Vamos: era un niño obeso. Un médico del Seguro Social, el Dr. Aparicio, al que sus alumnos de la Escuela de Medicina apodaban maliciosamente “El Burbuja”, tal vez temiendo que siguiera su mismo camino, ordenó que me pusieran a dieta. Se acabaron las meriendas de tres conchas con un vaso de chocolate; se acabaron las dos tortas que me zampaba en el recreo; se acabaron las escapadas a la tienda de Don Carlitos para comprar Sabritas y los dulces “sur-ti-dos” que me encargaba Tere. Adiós a mis bolillos retacados de mayonesa de las tardes. Dócilmente acepté la dieta y juro que nunca la rompí, con una fuerza de voluntad que ya quisiera tener ahora. En unas semanas bajé no sé cuántos kilos y comenzó a vislumbrarse el porte atlético que me ha hecho brillar en la adultez. Un día, regresando de Poza Rica, me miró con atención. Pidió que trajera la báscula del baño y ahí frente a mi mamá, solemnemente, me pesó. Sonrío satisfecho. Me dio las llaves del auto:
-Ve al coche y abre la cajuela. Ahí hay algo para ti.
Emocionado bajé las escaleras, di tres saltos mortales y caí graciosamente en split         –digo, había que aprovechar mi nuevo cuerpo- Y ahí, en la cajuela, entre cajas llenas de muestras médicas, estaba el más hermoso juego de Mecano que había visto, todito para mí. Ah, cómo lo disfruté…




Pasaron los años. Me apoyó con entusiasmo en los proyectos que comencé a abordar: cuando estaba en quinto año, me compró un acuario en el DF y lo instaló en Pachuca, con todo y peces mientras yo me iba de paseo con Maru y Vico, mis adoradas primas; me apoyó cuando, ya adolescente, quise ser mago  y me compró un frac para que luciera realmente como todo un profesional. Aplaudió con entusiasmo cuando me uní a un grupo de teatro amateur y cuando anuncié que quería ser actor. Cuando terminé la prepa y dije que quería ser músico… pues no le gustó tanto la idea. Sus únicas referencias eran los músicos de cantina y el profesor de la secundaria donde estudiamos todos, cuya única gloria había sido dirigir la estudiantina que triunfó varias semanas seguidas en un programa de concursos de la televisión. Pero a pesar de sus dudas y preocupado por mi futuro, me compró el clarinete que necesitaba para iniciar esa carrera…


 Un día se acabaron sus aventuras por las carreteras. Fue ascendido en la empresa farmacéutica donde trabajaba y como consecuencia, su labor ahora sería de supervisión en una oficina en la ciudad de México. Aquellas salidas lo vitalizaban: el trabajo de oficina lo asfixiaba. No sé si sería el fin de esos viajes o de que yo alcancé la mayoría de edad, pero aquella magia que tenía para resolver problemas fue declinando. Ahora, los problemas permanecían ahí y un  viejo fantasma que lo acosaba comenzó a hacerse más y más agresivo. Todo pareció ocurrir por la misma época: la casa de mi niñez, la de Emilio Asiaín 103, rentada por años, fue cambiada por una casa que mi mamá obtuvo mediante un crédito de Fovissste, mucho más pequeña; Tere tenía tiempo que se había casado, Chavo se fue a Francia, Chelo ya se había ido a estudiar a la UNAM y pronto llegó mi turno para irme. Mi mamá se quedó viviendo sola, únicamente acompañada por Laika, que vivía ya su senectud. Con la arrogancia del que apenas ha llegado a la edad adulta, comencé a ver sus flaquezas, sus defectos; comencé a juzgarlo, a criticarlo. Aquella seguridad y aquel aplomo desaparecieron. Fue despedido después de muchos años; la crisis económica y su impericia en los negocios independientes acabaron con sus ahorros. Ahora era vulnerable y quedó a merced del desempleo. El fantasma de su adicción fue creciendo hasta apoderarse casi completamente de su conciencia.

Tuvo que trabajar en empleos que le eran totalmente ajenos; en uno de ellos, en una empresa llantera, debía manejar diariamente dos horas para llegar y dos para regresar por una carretera angosta y transitada. Fue dependiente de una farmacia, trabajó en una tienda del ISSSTE, tuvo un videoclub que tuvo que cerrar a causa del acoso de Hacienda, vendió artículos para bebés, material de farmacia y así por el estilo.




Mientras tanto, comenzó una lucha formidable: decidió enfrentar de una vez por todas a aquel fantasma que venía atormentándolo. Buscó ayuda en donde podía encontrarla, pero le sirvió sólo por un tiempo. Él único que podía ayudarlo era él mismo. Muchas veces yo no entendí la naturaleza de esa lucha y no lo entendí a él. Y me enojaba y lo trataba con dureza. Pero el verlo postrado, temblando con fiebre `por el síndrome de abstinencia, me hicieron ver que para luchar contra el enemigo que ahora enfrentaba, iba a necesitar toda su antigua magia, su anterior aplomo, aquella seguridad que lo hacía verse todavía más alto de lo que era. Y lo hizo. Combatió con fuerza. Hubieron batallas ganadas y hubieron batallas perdidas, pero siguió combatiendo, levantándose una y otra vez. Comencé a ver de nuevo su gran estatura…


 La enfermedad y muerte de mi mamá fueron un golpe tremendo. Debilitado por la profunda pérdida, el fantasma lo atacó con especial virulencia. Pero siguió combatiendo con perseverancia y logró sobreponerse. Y entonces, la magia comenzó a regresar, transformada, madura. Ya no podía arreglar de golpe todos los problemas, pero tenía la sabiduría y la serenidad para enfrentarlos.

Me sorprendió cuando me preguntó por el internet y, al poco tiempo ya tenía una computadora y estaba aprendiendo a utilizarla. Pronto aprendió a navegar y se puso en contacto por email con antiguos amigos. Recordando su viejo sueño de ser aviador , con un simulador de vuelo aprendió a pilotear desde pequeños aviones hasta grandes jets comerciales. Si alguien piensa que se trata de un simple videojuego, que trate de un día de jugarlo. Le pasará lo que a mí, que no soy capaz de mantener el control sobre el avioncito de la pantalla. Pero él despega, vuela y aterriza sin problema. Ahora pasa horas escuchando música del You Tube, jugando solitario apoyado de una lupa a causa de su visión disminuida y hasta tiene cuenta de Facebook. Lo he visto recuperar esa cualidad que es la que siempre le he admirado: su gozo por la vida, su capacidad de asombro, sus interminables silbidos, su permanente sonrisa.

           
La batalla se ha vuelto cada vez más rara, y aquel fantasma, aquel demonio acosador, con los años, ya es como un viejo conocido que se presenta cada vez menos. Casi diría que es su amigo: cuando ataca, simplemente lo deja pasar, lo invita a sentarse, deja que haga lo suyo y luego, uno o dos días después, vuelve a levantarse, como un Quijote que no se arredra contra sus molinos de viento. Lo tira del caballo, lo golpea, lo zarandea, lo deja postrado, y él… vuelve a levantarse, monta su Rocinante y recupera su tranquilidad, su ingenio y su jovialidad.

            En algún cuento que no recuerdo haber leído, el protagonista esperaba agazapado detrás de un matorral el paso de un gigante. Entonces, cuando eso ocurría, rápidamente se aferraba a los descomunales zapatos y viajaba así grandes distancias. Yo también he viajado aferrado a los pies de un gigante. Ese viaje comenzó en mi niñez y ha continuado hasta ahora, aunque a veces –incluso durante años-, lo haya olvidado. Pero recuerdo muy bien cuando comenzó: éramos muy pequeños y mi papá regresó de alguno de sus viajes. Al oír sus pasos fuertes en la escalera, todos salíamos a recibirlo. Mi mamá lo saludaba con un beso, Chavo y Chelo reían. Mi hermana Tere y yo corríamos y lo recibíamos abrazando sus pies, montándonos en sus zapatos grandes como barcos. Y él, desde su inmensa altura nos miraba y reía detrás de su bigote de Errol Flynn, con esos expresivos ojos verdes, con su gran copete de estrella de cine, y caminaba y nos llevaba a grandes zancadas, mientras nosotros reíamos y gozábamos como locos. Deben haber sido sólo tres o cuatro pasos, pero para mi era el más maravilloso de los viajes. Todo era perfecto: mi papá había llegado.


           
Han pasado muchos años desde aquellos recibimientos, desde aquellos viajes increíbles. La vida me devolvió la oportunidad de vivir con él. Ahora Tere y yo estamos al pendiente de su sueño por las noches. Ahora me toca cuidar sus pasos vacilantes,  pero que no han dejado de ser rápidos, cuando camino junto a él por la calle. Pero ahora me doy cuenta que nunca me he bajado de sus grandes pies,  que he seguido abrazado a su pantalón y que así, montado en sus zapatos, he llegado hasta aquí, ante ustedes, para decirles, sin ninguna duda, que he llegado a ser lo que soy precisamente por eso: porque yo viajé aferrado a los pies de un gigante…
           

Papá: gracias por llevarme. Sigue llevándome a sitios fantásticos, sigue enseñándome a ser lo que soy. Yo te prometo que nunca, nunca, voy a soltarme. Te quiero.