lunes, 21 de noviembre de 2016

Santa Cecilia, patrona de los músicos... por error


¿Por qué Santa Cecilia es considerada la patrona de los músicos?
Cada 22 de noviembre, los músicos nos felicitamos unos a otros, nos felicitan los demás y tenemos pretexto para hacer fiesta, pachanga, reunión y lo que resulte. Se dice que en este día se celebra el “Día del Músico”. A diferencia de otras celebraciones de las que apenas nos vamos enterando gracias al feis o a google, como el día del zurdo, el día del poeta, el día del disléxico o el día del proctólogo, el día del músico se celebra con mayor o menor boato desde hace ya mucho tiempo.
Pero ¿de dónde viene esta celebración en la que toda suerte de músicos, musiquetes, filarmónicos, mariachis, cumbieros, jazzistas, rockeros, norteños, metaleros, guapachosos, vanguardistas, rascatripas, soplatubos, dijeis y demás fauna entregada al arte de la musa Euterpe aprovechan para juntarse a humedecer las fauces con líquidos espirituosos o al menos para darse abrazos y palmadas en la espalda unos a otros?
Todo esto es a causa de una metida de pata.
Ocurre que en la antigua Roma, por allá del siglo II, durante los reinados de Marco Aurelio y Cómodo (si vieron “Gladiador”, Cómodo es el emperador malo que interpreta Joaquin Phoenix), existió una joven, Cecilia, hija de la familia de un senador, que desde su infancia, y a escondidas de sus padres, se había convertido al cristianismo. Ocurre que la familia, viendo que Cecilia ya estaba en edad de merecer, la casaron con un joven llamado Valeriano, al cual el cristianismo le importaba un rábano. Después de la boda, en la cual seguramente tocaron unos mariachis malhumorados porque todavía no tenían día para celebrar, la pareja se retiró a la cámara nupcial a disfrutar de su luna de miel. Cecilia, que era muy virtuosa, salió con el cuento de que había consagrado su virginidad al Señor y que un ángel estaba ahí mismo cuidando que el excitado novio no fuera a agarrarle aquellito. El pobre Valeriano, incrédulo, frustrado y como carpa de circo, le dijo que quería ver al ángel. Para eso, le explicó Cecilia, tenía que lanzarse en ese momento, tomar un pesero que lo dejara en la Vía Apia, y buscar la tercera piedra miliaria. Ahí lo iba a estar esperando Urbano -no, no otro camión, sino el mismísimo papa Urbano I-. En ese entonces los papas no andaban en papamóvil, sino que andaban a pie, como todos los demás cristianos, a salto de mata para que no los agarraran los granaderos ni los centuriones judiciales.
De regreso -le dijo Cecilia-, me traes una coca light.
Pensando en ver si así la Santa Sede… digo, si así la santa cede y “da su brazo a torcer”, Valeriano se puso los calzones y se fue como de rayo a cumplir con el mandado. Cuando estuvo ante Urbano, el papa le dijo que si quería ver al ángel que cuidaba a Cecilia, se tendría que bautizar y hacerse cristiano.
-Sí, órale va… pero rápido, porque me cierran el Oxxo…

Cuentan las Actas del Martirio de Santa Cecilia, el único documento histórico que habla de esta historia, que cuando Valeriano regresó, ya bien bautizado, se les apareció el ángel y los coronó como esposos con rosas y azucenas. Pero Valeriano era alérgico a las flores y se la pasó estornude y estornude. Tiburcio, su hermano, que había ido a recoger el smoking porque había que entregarlo ese mismo día para que no cobraran recargos, al ver a los esposos, también se convirtió en cristiano y cuentan que se quedo a vivir con ellos, haciendo mal tercio de manera tan eficiente que Cecilia conservó su virginidad.
El prefecto Turcio Almaquio, escandalizado por lo que le parecía era un menage a trois, mandó a Máximo a ponerle en la suya a esos tres degenerados poliamorosos. Pero en aquellos días, eso del cristianismo era como la gripe, y apenas recibió un estornudo del alérgico Valeriano, también se convirtió, por lo que el prefecto tuvo que mandar refuerzos y les echó a los swats y al H. Cuerpo de Granaderos. Primero se escabecharon a Valeriano, a Tiburcio y a Máximo. Luego, agarraron a Cecilia, la encerraron en el baño y trataron de asfixiarla con vapor caliente. Como no pudieron, la metieron en la tina con agua hirviendo y tampoco. Entonces la trataron de decapitar, pero por lo visto sus espadas eran “made in China”, porque nomás no pudieron hacerlo. Se dice que Cecilia, con tremendo tajo en el cuello y cocida como brócoli, todavía sobrevivió tres días, repartiendo limosnas, promoviendo el Teletón y encargando que su casa se convirtiera en iglesia, para evitar que investigaran a su papá el senador por tener una casa construida por el Grupo Higa, mismo que había remodelado el Coliseo y rebacheado la Vía Apia.

¿Y dónde queda la música en toda esta historia? En ningún lado: el asunto de la música lo metieron después por error. En las Actas del Martirio de Santa Cecilia dice que mientras escaldaban a la santa en el baño de su casa, ella cantaba alegremente al son del órgano (¿y qué carajos hacía un órgano -u otro instrumento musical- en el baño?): "cantántibus órganis". En realidad decía "candéntibus órganis", en referencia a un fuelle que se utilizaba para avivar el fuego de la caldera donde la estaban rostizando. Como los órganos musicales -inicialmente llamados "hidraulis"- tenían también un fuelle para alimentar de aire los tubos que producían el sonido, se les nombró del mismo modo: "órganis" u órgano. Así que en vez de pintarla cantando "In-A-Gada-Da-Vida" al son de un órgano Wurlitzer, que es como a menudo la representan, en realidad habría que representarla metida en una olla mientras la preparaban estofada a la cacerola.
No obstante el error, más de mil años después, en 1594 el papa Gregorio XIII decidió que Santa Cecilia “había demostrado una atracción irresistible hacia los acordes melodiosos de los instrumentos” y entonces la proclamó “patrona de la música”. Desde entonces el 22 de noviembre es el Día del Músico. Tal vez por eso los músicos somos tan despistados.

viernes, 18 de noviembre de 2016

Los calcetines


Existen grandes misterios en la vida, misterios que son tema de películas, documentales y libros; misterios que dejan perpleja a buena parte de la humanidad por la profundidad de su significado. ¿Estamos o no solos en el Universo? ¿Somos los únicos seres pensantes en el vasto universo? ¿Cuál es la naturaleza de la materia, el tiempo y el espacio? ¿Cuándo comenzó a correr el tiempo? Éstas y muchas otras preguntas se plantean cuando nos enteramos de los avistamientos de OVNIS, de las abducciones por extraterrestres, de las desapariciones en el Triángulo de las Bermudas…

Pero no reparamos que en nuestra vida cotidiana y doméstica también ocurren misterios que no por afectar situaciones u objetos mundanos son menos atemorizantes. Un ejemplo de ello son… los calcetines. Sí, los calcetines, esas fundas de material textil con las que envolvemos la parte final de nuestras extremidades inferiores. Los humildes calcetines, obligados a ser pisados millones de veces, a soportar la obscuridad de los zapatos y el sudor más propenso a despedir desagradables aromas. Prendas humildes, las más cercanas al piso, que deben aguantar hongos, callos y uñas que crecen desordenadamente. Los humildes calcetines, obligados a mostrar solo una mínima parte de si mismos, sin elegancia, sin el glamour sexy de otras prendas interiores, en realidad guardan un terrible secreto.

Es un secreto del cual no puedo hablar por una sencilla aunque contundente razón: no lo conozco. Lo ignoro. No tengo idea de sus razones o sus causas o lo que sea. Sólo puedo hablar de los hechos que ocurren en torno a estas prendas de vestir tan despreciadas. Baste decir que los calcetines tienen características físicas que los hacen únicos en el universo, aunque la mayor parte de la humanidad lo ignore.


No importa si los calcetines son de algodón, lana o acrílico o si son tejidos a mano o en máquinas industriales. No importa de qué material estén hechos. Lo cierto es que los calcetines tienen el misterioso poder de desmaterializarse. O tal vez no se desmaterialicen sino que pueden viajar a través de las dimensiones o a través de universos paralelos. En un momento están aquí y segundos después ¡zap!, se desvanecen sin dejar rastro, tal vez para aparecer en otro extremo del Universo. ¿Existirá algún lugar, algún planeta de una lejana galaxia, a donde se vayan todos los calcetines que desaparecen? Una suerte de cementerio de elefantes, pero que en vez de huesos y marfil, estén llenos de calcetines nones? No lo sabemos. No lo podremos saber hasta que logremos develar el funcionamiento del Universo mismo. Mientras tanto, solo podemos observar impotentes, como desaparece uno de los miembros de un par de calcetines.  ¿Por qué ocurre este extraño fenómeno? ¿Por que siempre desaparece uno de los miembros de la pareja? Y otra dificultad para averiguarlo es que no sabemos si desaparecen más los calcetines derechos que los izquierdos o al revés Y no podemos saberlo porque en realidad no sabemos si existen calcetines derechos y calcetines izquierdos. Los guantes pueden ser diferenciados, al igual que los zapatos. pero los calcetines no y es ahí tal vez donde se esconde su secreto. Tal vez ocurra que cada calcetín derecho siente o manifiesta una fuerte repulsión por su correspondiente izquierdo, lo que hace que busque la manera de alejarse lo más posible, desvaneciéndose en el aire, como pompa de jabón, como materia que se encuentra a su antimateria. Ahí está: tal vez ese sea su secreto. Cada calcetín es pareado exactamente con su calcetín de antimateria o, por decirlo más propiamente, cada calcetín se parea con su anticalcetín y es por eso que uno está condenado a desaparecer o a trasladarse al otro extremo del universo a través de uno de los llamados “agujeros de gusano” para dejar a su pareja condenada a la soledad…


Por cierto, los calcetines tienen una particular inclinación por los agujeros. Aparecen de pronto sin que nada les haya hecho daño, sin intervención de ningún instrumento punzo-cortante. ¿Por qué? ¿será que se desmaterializan de a poco y lo primero que se va es lo que estaba antes de que apareciera el agujero? ¿Serán acaso los agujeros de los calcetines los portales a los “agujeros de gusano” mencionados por la más avanzada astrofísica? 

Pero, ¿como es que se hacen estas parejas de calcetín y anticalcetín? ¿quién las hace? ¿Es un fenómeno natural o hay intervención divina, algo parecido al “diseño inteligente”? ¿Y con qué objeto la divinidad une dos calcetines que van a terminar separándose? ¿Es acaso una metáfora del matrimonio?


Pero eso no es todo: los calcetines guardan otro secreto que se manifiesta en su exacerbada preferencia por la individualidad. Dicho de otro modo: cada calcetín, no conforme con repudiar a su anticalcetín, odia la uniformidad. Cada calcetín del Universo, como si tuviera voluntad propia, detesta parecerse a otro calcetín. Permítaseme explicarlo con un sencillo experimento: consígase un determinado número de pares de calcetines, tal y como salen de la fabrica. Estos pares deben ser todos iguales. Digamos que elegimos cinco pares de calcetines negros, todos de la misma marca, de preferencia pertenecientes al mismo lote de fabricación y pongámoslos en un lugar cerrado. Puede ser el cajón de una cómoda, aunque el lugar donde el proceso más parece acelerarse es en una lavadora. Pónganse esos 10 calcetines exactamente iguales en una carga normal de lavadora o en el cajón de una cómoda, aunque ahí el proceso puede ser mucho más tardado. Terminado el ciclo de lavado o después de varias semanas guardados, no encontraremos los 10 calcetines con los que comenzamos. No. Por medio de algún desconocido proceso vamos a encontrar 9 calcetines, pues uno de ellos habrá sido expelido al otro extremo de la galaxia. Pero lo más curioso es que no tendremos ahora cuatro pares y un non, como lo dictaría la lógica aristoteliana. Obtendremos nueve calcetines con diferentes tonalidades del gris oscuro o con diferentes texturas y tejidos. Nueve calcetines completamente diferentes entre sí, con lo que tendremos nueve calcetines nones e inútiles. Por que hay que admitir que, para que unos calcetines desempeñen bien su papel, deben estar organizados en parejas. De no ser así, solo son trozos de material tejido, desprovistos de toda calcetinidad… Y he aquí la tremenda paradoja de los calcetines: ellos deben su identidad a su naturaleza pareada, sin la cual, quedan despojados de toda utilidad. Pero al mismo tiempo, sufren o padecen una fuerte compulsión por ser separados, no sólo de su respectiva pareja, sino de la comunidad de calcetines, en una búsqueda intensa por una individualidad libertaria, pero que los envía a la nonedad, a la prescindibilidad, al no-ser.



¿Cuál es el secreto que esconden estos misterios de la vida cotidiana? ¿A que preguntas últimas responden? Tal vez nunca lo sepamos…

viernes, 1 de julio de 2016

La magia: crónica de una pasión.


El primer truco de magia que vi en mi vida, lo hacía mi hermano Chavo. Tomaba una bolsa de papel con una mano y con la otra simulaba tomar algo en el aire. Después arrojaba ese objeto invisible y lo atrapaba con la bolsa. El sonido de la bolsa indicaba que algo efectivamente había caído. Con aire triunfal metía la mano en la bolsa y sacaba una moneda. Yo miraba maravillado preguntándome cómo lo había hecho. Afortunadamente para mí, Chavo accedió a mostrarme como lo hacía y así aprendí a hacer mi primer truco, aunque creo que nunca se lo mostré a nadie. Yo tendría unos 6 años y Chavo 13.

       En mi casa, desde que mi memoria inicia, siempre hubo libros. Mi papá tuvo la preocupación de comprarnos constantemente enciclopedias y colecciones similares. En una de estas enciclopedias para niños había una sección que explicaba algunos trucos de magia sencillos. Mis  primeros esfuerzos en la lectura fueron para descifrar las instrucciones para desaparecer una moneda frotándola contra el codo. Aunque el truco era muy sencillo, ya tenía un componente psicológico para desviar la atención del espectador simulando que un primer intento no había salido bien, operación que ocultaba el momento en que la moneda era escondida en el cuello de la camisa. Ese fue mi segundo truco, y creo que muy pocas veces lo mostré. 

      En ese mismo libro aprendí otro truco que se hacía de sobremesa, donde, al tratar de desaparecer una moneda cubriéndola con un salero envuelto en una servilleta, el que desaparecía era el salero. Ese fue mi primer truco exitoso y esta vez si lo mostré muchas veces. Pero mi repertorio se mantuvo por años ahí, a pesar de que el libro aquel tenía muchos efectos más.

(Dele click al enlace para ver uno de mis actos)



Un regalo definitivo
 Cuando ingresé a la secundaria, mi mamá, que era profesora de primaria, decidió reanudar su carrera magisterial, así que, después de un largo y engorroso trámite, dejó de ser ama de casa para volver a la enseñanza en las aulas. Con su primer sueldo, quiso hacernos un regalo a mis hermanos y a mí. En ese entonces mi hermano ya se había ido a estudiar al DF y mis hermanas habían ingresado a la preparatoria. Tal vez por nostalgia de una niñez ya ida y porque la fecha lo ameritaba, mi mamá decidió que ese regalo fuera una reedición de la visita de los Reyes Magos, así que dio instrucciones precisas: debíamos escribir una carta como las de antaño y sólo podíamos pedir juguetes, algo inusitado en ella, que siempre favoreció el obsequio de ropa por razones de practicidad.
Mis hermanas pidieron unos muñecos y mi hermano no recuerdo que pidió. Yo estuve revisando los catálogos de juguetes, indeciso, en una edad en que los carros y autopistas habían dejado de interesarme. Un poco antes, mi papá me había regalado un juego de química que incluía algunos trucos en los que algún líquido incoloro se coloreaba o viceversa. No encontré en el catálogo algún juego de química o algo similar que llamara mi atención, pero encontré un estuche de trucos de magia, así que me decidí por este.


      La caja aquella contenía cuerdas, anillos, una baraja trucada, pelotitas y demás objetos con los que se podían hacer los trucos que se explicaban en un folleto. Nunca imaginé que ese sencillo juguete marcaría el curso que mi vida tomó después. Lo que empezó como un juego nostálgico de mi mamá, pronto se convirtió en una pasión. Cuando hube dominado algunos de los trucos del estuche, regresé a la vieja enciclopedia. Y después comenzó una búsqueda ávida de libros relacionados con el tema. En el taller de la secundaria me fabriqué una mesita desarmable y comencé a tratar de armar un pequeño espectáculo, que presenté por vez primera ante mi hermano y sus amigos estudiantes de física que habían ido a la casa de visita. No recuerdo bien como habrá salido aquel primer show, pero eso fue suficiente para que mi pasión se acrecentara. Comencé a buscar librerías para bucear en ellas en busca de libros de magia. Encontré algunos de ellos, no muy claros y no muy prácticos para lo que yo buscaba, pero me iniciaron en la cultura de los magos e ilusionistas.

     Mi primo Jorge, hijo de una hermana de mi papá, había sido aficionado a la magia pocos años antes de mi furor. Lamentablemente, falleció antes de cumplir 15 años a causa de un aneurisma. Su cuarto en casa de mi abuela permaneció intacto por varios años. En un librero había una caja de madera donde estaban sus objetos mágicos. En una visita vi aquella caja misteriosa y Maru, hermana de Jorge, accedió a mostrármela. Mis ojos brillaron y le rogué a ella, a mi tía y a mi abuela que me permitieran conservarla. Además, mi tío Segundo, que trabajaba distribuyendo libros, me consiguió otro libro sobre el tema. Poco a poco, mi arsenal fue aumentando.


La tienda del mago Chams
Supe que existía una tienda especializada en artículos para magos. Se trataba de la tienda del Mago Chams, ubicada frente al Reloj Chino de Bucareli. Durante mucho tiempo, esa tienda fue lo más parecido al paraíso y aprendí a llegar a ella viajando desde Pachuca. A los 13 años, esos fueron mis primeros viajes solo  a la ciudad de México. El lugar está todavía en un viejo edificio a espaldas de La Ciudadela. Es un local grande, atiborrado de objetos curiosos. Venden también disfraces, pelucas y demás artículos para payasos, bromas para despedidas de soltera y cosas por el estilo. En ese entonces tenía un pequeño escenario al fondo, con cortinas negras. El mecanismo de venta era así: una joven me preguntaba como que efecto me gustaría ver: monedas, cartas, cuerdas, etc. Ella misma ejecutaba cada truco que yo miraba absolutamente embelesado. Cuando pedía que me mostraran algún efecto de escenario, salía el propio Mago Chams, con una filipina blanca y realizaba el truco en el pequeño escenario. Luego, cuando elegía lo que quería comprar y lo pagaba, la chica me mostraba el secreto. Sí elegía un aparato más grande, me hacían pasar a una trastienda iluminada con un foco, atiborrada de cajas y el mismo Mago Chams me mostraba lo básico del truco. No eran lecciones propiamente dichas. Sólo revelaban el secreto de manera escueta. A veces venían con un instructivo escrito a máquina en una sola hoja. La manera de presentarlo, la sicología de cada juego, la charla que lo acompañaría, quedaban completamente a mi cargo. De lo que compré en esa tienda hace 40 años conservo casi todo. Entre ellos está un juego de aros metálicos cromados para hacer la rutina de “Los Aros Chinos”, un clásico de la magia en el que se enlazan y se separan mágicamente y casi se puede ver como cada aro atraviesa al otro. Además de la explicación para hacer esa maravilla, esos aros guardan otro secreto: me son especialmente apreciados porque me los regaló mi hermana Chelo con su primer sueldo. Ella no lo sabe, pero eso hace que contengan verdadera magia…
Hace poco fui de nuevo a la tienda. Mi corazón volvió a latir con fuerza al entrar. Ahí estaba el viejo mago Chams. Físicamente parecía no haber cambiado. Seguía sonriente, atento con su clientela.
-Déjeme mostrarle una chulada- dijo. Y entonces sacó una moneda de 10 pesos, luego encendió un cigarro. Tomó entre sus dedos la moneda y la atravesó con el cigarro encendido. Enseñó con aire triunfal la moneda con el cigarro humeante atravesado, lo sacó por el otro lado y luego mostró ambos intactos, la moneda sin ningún agujero visible. Yo y otros clientes de la tienda aplaudimos. Chams sonrió y agradeció. De pronto, como recordando algo de golpe, dijo:
-Déjeme mostrarle una chulada-. Y volvió a sacar la misma moneda de diez pesos y volvió a encender un cigarro.
-Ese ya lo hizo. Enséñeles otro- dijo la dependiente un tanto malhumorada. El viejo mago la miró confundido. Entonces puso el cigarro en su puño, hizo un rápido movimiento y el cigarro “desapareció”. Un pequeño tubo adosado a un elástico, donde había insertado el cigarro, colgaba visiblemente de su saco. Sonriente, mostraba sus manos vacías, sin darse cuenta que sin querer estaba mostrando como lo había hecho. Con cortesía mal disimulada, volvimos a aplaudir desganados. Sentí una gran pena por el ídolo de mi adolescencia temprana. Los años hacen estragos…


El inicio de una carrera
Pero en aquellos años adolescentes, mi pasión por la magia crecía. Cuando cumplí 14 años mi papá me preguntó si quería algo en especial como regalo de cumpleaños. No lo dudé ni un instante: quería un traje de mago auténtico, un frac. Me llevó a la sastrería Macazaga, en la Colonia Roma, hizo que me tomaran medidas y me mandó hacer un auténtico frac gris Oxford, con todos sus complementos: chaleco blanco, fajilla del mismo color, corbata de moño de terciopelo blanco. Ahora sí parecía un mago auténtico. Hubiera querido tener la capa y la chistera, pero eso era más difícil de conseguir. Para complementar el atuendo, me fabriqué, con una medalla que me otorgaron en la primaria, en forma de cruz patada, una “joya” que me daba un aspecto aristocrático, o al menos eso creía. Acababa de leer “Drácula” de Bram Stoker y quería parecer algo así como el noble dueño de un castillo tenebroso. Con esa idea en mente me inventé el nombre de “Igor Drako”. Mi tía Luchita, hermana de mi mamá, me consiguió lo que faltaba a mi atuendo: un auténtico sombrero de copa. Mi primer personaje había nacido.

      Todo mago que se respete debe aparecer palomas reales, así que, con ayuda del Mago Chams y su tienda, aprendí el método para hacerlo. Pero no tenía paloma. Mi mamá, maestra en la escuela de un viejo barrio minero, preguntó donde podría conseguir una de esas aves. Alguien le llevó un hermoso pichón blanco. Pero había un problema: era demasiado grande. El truco consistía en poner al animalito en un arnés especial que lo mantenía inmóvil. Paloma y arnés se metían en un bolsillo secreto del saco para sacarlo en el momento oportuno. Pero el pichón que me llevó mi mamá no cabía en el arnés. Entonces se me ocurrió añadirle tela para que le quedara. Pero cuando lo metí al bolsillo secreto, formaba un bulto visible a kilómetros de distancia. Aquello no funcionaba. Además, el pobre pichón, harto de apretujones, me tomó un auténtico odio, mismo que mostraba cada que me veía, esponjándose y abriendo el pico de forma amenazadora. Hubiera funcionado más hacer un número de domador de feroces palomas…

     Fui a la tienda del mago Chams a preguntar qué era lo que estaba mal. La joven que regularmente me atendía se rió de buena gana y me explicó que no se usan pichones normales, sino una variedad de palomas llamadas “habaneras”, mucho más pequeñas y muy dóciles. Me dijo donde donde comprarlas, así que adquirí una parejita y se convirtieron en las estrellas de mi “show”. Amigos animalistas: no se me enojen. Mis palomas no sufrieron ningún maltrato, se dejaban poner dócilmente el arnés y solo pasaban unos minutos dentro del bolsillo secreto. De hecho, vivieron conmigo varios años y hasta se reprodujeron, de tal modo que, cuando un polluelo estuvo en edad de “trabajar”, “jubilé” a esas primeras palomas que terminaron tranquilamente su vida en el patio trasero de mi casa, volando libremente.

    Ya con un pequeño “show” montado y con un atuendo profesional, comencé a ofrecer mi espectáculo para fiestas infantiles. El padre de una amiga de la secundaria, que tenía una imprenta, me hizo mis tarjetas de presentación. Mi primer trabajo pagado fue precisamente como mago en una fiesta. Me pagaron 300 pesos de los de antes y lo invertí… en más trucos. Debe haber sido curioso ver a un muchacho vestido de frac y sombrero de copa, con una maleta de un lado y una cajita de madera en la otra -donde llevaba a mis palomas-, caminando presuroso por la calle, camino a alguna fiesta.

     Me presenté no sólo en fiestas, sino también en ferias, festivales escolares, eventos especiales y en cuanto escenario requiriera mis servicios. Desde luego, los shows en las fiestas familiares se habían hecho ya tradicionales. Mis amigos me apodaban precisamente “El Mago”…

(Dele click al enlace para ver otro de mis efectos)



De la magia al teatro y del teatro a la música.
Conforme avanzaba mi “carrera” mágica, más me daba cuenta que necesitaba contar con más herramientas escénicas, así que me uní a un grupo de teatro de aficionados integrado por muchachos aproximadamente de mi edad. El grupo, dirigido por Arturo Romero, un entusiasta actor y director autodidacta, apenas un poco mayor que yo, montaba  comedias ligeras, aunque con el tiempo se fue haciendo más ambicioso. El teatro me entusiasmó de tal modo que le dedicaba la mayor parte del tiempo libre que me dejaba la prepa, que por cierto, en aquel entonces y con aquellos planes de estudio, era bastante. Arturo trataba de ser muy serio en los estudios de actuación, así que algo fui aprendiendo y pronto me vi convertido en uno de sus actores principales, con una media docena de puestas en escena y bastante actividad.

     Ya encaminado dentro del teatro, poco a poco fui desarrollando la peregrina idea de que la magia, divertida y apasionante, no era lo suficientemente “seria” como otras artes, por lo que la fui abandonando poco a poco. Pero mis libros y aparatos mágicos fueron celosamente guardados. El teatro avivó mi interés por la música. Buena parte de lo que ganaba trabajando como mago lo gastaba en comprar discos, de tal forma que me fui convirtiendo en un melómano que solía proponer la música de las puestas en escena que hacíamos. Y así, entre una carrera mágica que parecía desvanecerse y varios éxitos como actor aficionado, la música se fue configurando como el motor de mi existencia. Cuando terminé el bachillerato, mi duda estaba entre estudiar teatro o música, aunque al final me decanté por ésta última.

     Varios años en la Escuela Nacional de Música, mi ingreso a la música comercial profesional, mis experimentaciones dentro del free jazz y la música de vanguardia, una licenciatura en Ciencias de la Comunicación guardaron esa pasión por la magia,  que se hizo casi secreta pero presente. Un día, una compañía de teatro que se había instalado en Pachuca como resultado de los terremotos de 1985, me invitó a participar en una puesta en escena. Se trataba de una obra para actores y títeres con el tema del circo, como resultado de una exposición del Museo Nacional de Culturas Populares acerca del circo en México. El papel propuesto era, por supuesto, el del mago del circo. Con ayuda de Emmanuel Márquez, el director, armamos no uno sino tres personajes para la obra: un mago elegante, de frac, enamoradizo y cursi, un mago “oriental”, con turbante y túnica y un mago-payaso que se enredaba al tratar de hacer la rutina de los Aros Chinos. La obra tuvo cierto movimiento y reavivó mi interés por la magia. Pero una vez terminada la temporada, aquella pasión regreso a su estado de hibernación.


Un viejo amor…
Hace unos diez años descubrí, casi por accidente, que en el escenario o detrás de un personaje podía comunicarme con los niños. Nunca fui especialmente “niñero”. Más bien, hasta los evitaba. Pero descubrí que, si me resguardaba detrás de un personaje que los divirtiera, hasta podía disfrutar su compañía. Me uní como voluntario a una organización que hace visitas a hospitales caracterizados como payasos. Ese fue el pretexto que necesitaba para regresar a la magia. Ya con una carrera como músico y con experiencia en compañías profesionales de teatro, sabía que era posible vivir del trabajo escénico. Por eso reorienté mi carrera y comencé a estudiar el arte del “clown”, al mismo tiempo que dejaba que la pasión por la magia despertara otra vez, esta vez con la fuerza que dan los años de experiencia en el escenario. Esta vez inventé un personaje que combinara la música, el arte del clown y la magia. Así nació “Chuspo”, un viejo músico que trata de hacer conciertos, pero cosas mágicas e incontrolables le “pasan”. Supuestamente “Chuspo” está dirigido a un público infantil, pero en realidad los niños son el pretexto para hacer un espectáculo donde pueda reírme y hacer reír con cosas que me gusta hacer.


La magia y el escepticismo
Después de años de reflexiones he llegado a la conclusión de que, para mí la magia va mucho más allá de las artes escénicas: es toda una forma de entender la vida, el conocimiento y el comportamiento humano. Desde los primeros trucos que aprendí, me di cuenta que, además de lo importante que es dominar tal o cual movimiento o técnica de prestidigitación, era importante entender y dominar la parte psicológica del truco. No basta con hacer parecer que una moneda ha desaparecido. Hay que convencer al espectador de que eso ocurrió mágicamente. Hay que hacerle creer que vio cosas que en realidad no pasaron; hay que hacer que mire para un lado y no otro y hay que hacer que piense y deduzca lo que el mago quiere. Hay que conducir y dirigir su atención hacia donde queremos y evitar que vaya a donde no queremos. Esto es lo que hacen los buenos magos, ya sea con un truco de cartas frente a un pequeño grupo de amigos o un efecto espectacular en un escenario gigantesco. Los magos entonces, desde hace siglos, han aprendido a manejar la atención y percepción de sus espectadores y pueden hacer que vean y crean casi cualquier cosa. Son artistas del engaño con el propósito de entretener de manera más o menos artística. Los magos han demostrado que la atención, la percepción y las creencias pueden ser -y son- altamente manipulables. Se puede convencer a las personas para que crean cualquier cosa, aun cuando vaya en contra de la razón o el sentido común, si se usan las técnicas adecuadas. Por lo tanto, nosotros como humanos, contamos con sentidos, percepción y un razonamiento que pueden ser engañados con relativa facilidad.

     Uno de mis héroes de la adolescencia fue el ilusionista y escapista Harry Houdini (1874-1926). Hijo de inmigrantes húngaros, Erich Weiss -su nombre real-, se convirtió en uno de los artistas escénicos más exitosos de su tiempo. Cuando su madre murió sintió un gran interés por el espiritismo, la moda sobrenatural de su tiempo. Intentando “comunicarse” con el más allá para contactar con su madre muerta, Houdini acudió a médiums que afirmaban  poder establecer contacto con personas ya muertas. Siendo un experto en las artes del engaño, rápidamente descubrió los métodos que los espiritistas usaban para estafar a la gente. A partir de ahí se convirtió en una suerte de cazador de fraudes relacionados con lo “sobrenatural”. Houdini tenía una especial amistad con Sir Arthur Conan Doyle, el autor de las novelas de Sherlock Holmes. Pero lo que el personaje ficticio tenía de hábil maestro del pensamiento lógico y la deducción, su autor lo tenía de credulidad y pensamiento mágico. Conan Doyle fue fácilmente engatusado por dos adolescentes que le hicieron creer que habían fotografiado  a “auténticas” hadas. El engaño era de lo más burdo, ya que las “hadas” no eran mas que recortes de revistas. Pero a pesar de las advertencias de Houdini, Conan Doyle creyó firmemente que se encontraba frente a un hecho sobrenatural. La amistad entre ellos se vio gravemente dañada cuando la esposa de Conan Doyle, que presumía de ser médium, le dio una carta supuestamente dictada por su madre muerta desde el más allá. El problema era que la carta estaba escrita en inglés, idioma que la madre de Houdini nunca aprendió. Ella sólo hablaba yiddish.

     El incidente de las “hadas” y el asunto de los espiritistas hicieron que Harry Houdini fuera el iniciador de un movimiento para desenmascarar los supuestos hechos sobrenaturales y que se constituían en fraudulentos negocios. Este movimiento, no siempre entendido o articulado como tal, fue continuado años más tarde por otro mago: el canadiense James Randi. Además de su carrera como ilusionista, The Amazing Randi se dio a conocer cuando desenmascaró al “psiquico” israelí Uri Geller, el cual saltó a la fama en la década de los ochentas al presentar un acto donde doblaba cucharas supuestamente con el poder de su mente. Randi retó a Geller a repetir su acto en un programa de televisión, sin que este tuviera acceso previo a las cucharas que supuestamente doblaría. Bajo la experta mirada del mago, el “psíquico” no pudo realizar sus mañosas trampas y no logró doblar una sola. Argumentó que sus “poderes” se debilitaban ante la presencia de los escépticos. ¡Qué casualidad!. Geller demandó a Randi por una suma millonaria, pero perdió el caso estrepitosamente. James Randi fundó una organización para la investigación de hechos “paranormales”, la James Randi Educational Fundation (JREF) una organización sin fines de lucro que tiene la finalidad de educar a la gente y a los medios acerca de afirmaciones acerca de hechos supuestamente sobrenaturales. Incluso estableció un premio de un millón de dólares para la persona o personas que lograran reproducir cualquier clase de hecho sobrenatural en condiciones de laboratorio. Muchos han aceptado el reto, pero nadie ha podido llevarse el millón. Al igual que la JREF, existen otras organizaciones de escépticos como el Committee for Skeptical Inquiry (CSI) y muchas otras distribuidas por todo el mundo Y todas ellas, al investigar algún supuesto caso paranormal, tienen entre sus expertos a un mago, para evitar la utilización de técnicas de prestidigitación en afirmaciones de este tipo.


     La magia, el arte del engaño,  es entonces una herramienta para evitarlo. Se convierte así en un auxiliar de la ciencia, en un medio para evitar los sesgos cognitivos que dan una visión distorsionada de la realidad. Para mí, la magia se ha convertido en el punto de partida para toda una forma de ver la realidad, de entender que nuestros sentidos y nuestra percepción pueden ser engañados fácilmente y que necesitamos de medios para evitarlo. Estos medios son el pensamiento crítico y el razonamiento científico. Sin ellos, estamos perdidos ante la publicidad, los fraudes, la pseudociencia, los eslogans políticos, las medicinas “alternativas” y toda clase de modas que ponen en peligro nuestra salud, nuestro patrimonio y hasta nuestra posición política. 

     A veces me han preguntado si mi escepticismo no interfiere con mi vida “espiritual”. No se exactamente a que se refieren con eso de mi “espiritualidad”, pero si se que tengo una intensa vida interior. Puedo maravillarme ante una puesta de sol, puedo sentirme fascinado ante la idea del inmenso universo con sus galaxias, quasars y hoyos negros, puedo emocionarme ante el crecimiento de un diente de león en la grieta de una banqueta o ante un cachorro jugando. Me siento conectado a ellos, a ese inmenso universo, pero sin tener necesidad de “milagros” sobrenaturales ni seres fantásticos ni “energías” sutiles. La realidad me parece fascinante así como es. Pero para conocerla hay que despojarnos de esos lastres cognitivos, de esas trampas mentales, de esas ilusiones engañosas. Y para llegar a esto, la magia, con sus palomas que aparecen, sus sombreros de copa llenos de conejos y sus varitas mágicas, ha sido esencial en mi vida.


    Hace más de 50 años mi hermano hizo un truco con una bolsa de papel. Este sencillo acto determinaría, cual efecto mariposa, la manera por donde se conduciría mi vida. Ese fue el verdadero acto de magia.



(Dele click al enlace para ver mi rutina consentida)



miércoles, 20 de abril de 2016

El virus de los antivacunas ataca de nuevo


Hace unos días, una muy querida amiga, talentosa artista que reside en el extranjero, me bloqueó de su cuenta de Facebook, algo que entiendo como la manifestación de su deseo a no saber más de mí ni tener más comunicación conmigo, al menos por esa red de uso cada vez más extendido. Mi amiga (a la que sigo considerando como tal, pese a todo), a la par que comparte y publica interesantes artículos sobre arte, es una entusiasta “compartidora” (¿se dirá así?) de publicaciones que tienen que ver con conspiraciones, curas milagrosas para el cáncer, “pruebas científicas” de la existencia del más allá y “evidencias” que demuestran que los extraterrestres habitan entre nosotros desde hace siglos. No me preocupa que haya compartido una publicación que “denuncia” que Barak Obama es homosexual y que su esposa Michelle es transexual, ni aquella donde dice que un “cientifico” ha demostrado que en realidad vivimos dentro de un holograma. No reaccioné ante sus publicaciones acerca de los “chemtrails”, supuesta conspiración que involucra a las aerolineas y todo su personal en la malévola tarea de regar peligrosas sustancias químicas utilizando todos y cada uno de los vuelos comerciales, con la finalidad no muy clara de propagar enfermedades, controlar el clima mundial, “lavar el cerebro” de la humanidad entera o las tres juntas. Pero posteó algunas publicaciones que debo admitir que me molestan mucho: aquellas que afirman que las vacunas son peligrosos causantes de autismo y de quién sabe cuanta cosa más. Me molestan mucho por falsas, manipuladoras, alarmistas y carentes absolutamente de fundamento científico. Y me molestan mucho más, porque a diferencia de lo inofensivo que pueda ser la puesta en duda de las preferencias sexuales de Obama, la afirmación de que los niños no deben ser vacunados me parece obscena, inmoral y peligrosa.

     El movimiento anti-vacunas, o antivaxxer en inglés, surgió a raíz de la publicación en 1998 de un artículo del ex-cirujano e investigador británico Andrew Wakefield en la que afirmaba que la aplicación de la vacuna triple vírica (la que protege contra el sarampión, las paperas y la rubéola) y la aparición de casos de autismo y enterocolitis estaban relacionados. La ex-modelo de Playboy y actriz norteamericana Jenny McCarthy, novia  en ese entonces del actor Jim Carrey, culpó a la vacuna de haber “causado” el autismo de su hijo y se convirtió en el rostro visible del movimiento. Varias celebridades (y ningún científico especialista) se unieron al escándalo. El seguidor más reciente es el actor Robert de Niro. 

Historia de un fraude
     Según Wakefield, el componente de la vacuna triple causante del autismo es el timerosal, un compuesto organomercúrico que se añade como antiséptico y antifungal. Cuando las celebridades y sus seguidores, sin ningún conocimiento científico, escucharon la palabra “mercurio”, pusieron el grito en el cielo. ¿Acaso no es el mercurio un peligroso tóxico, causante de múltiples envenenamientos por consumir alimentos (especialmente pescado) y agua contaminados? Y es aquí donde el analfabetismo científico cobra su precio: el mercurio metálico es extremadamente tóxico, pero cuando está combinado con otros elementos es completamente inocuo. El timerosal al entrar al cuerpo se descompone rápidamente en etilmercurio y otros componentes y es eliminado. No se acumula en los tejidos, como afirman los antivaxxers. El etilmercurio no es igual al metilmercurio, siendo tóxico este último. Para que mis queridos lectores no se espanten con los nombres químicos, sólo pondré como ejemplo las diferencias entre el alcohol etílico, que lo único que provoca es una soberana peda, de proporciones variables a la cantidad ingerida, mientras que el alcohol metílico causa graves daños al sistema nervioso, especialmente al nervio óptico, razón por la que las víctimas de las bebidas alcohólicas adulteradas con alcohol metílico, llamado “industrial”, quedan ciegas cuando no mueren. El terrible villano timerosal tiene un nombre comercial que seguramente reconocerá: merthiolate. Sí, aquel líquido rosa-anaranjado que nuestras madres nos ponían cuando nos raspábamos las rodillas. Pero en ese entonces, nadie le tenía miedo al merthiolate, excepto aquel al que se lo aplicaban, porque ardía como el carajo.

     Después de la publicación del artículo de Wakefield, en la prestigiosa revista científica The Lancet, vinieron las revisiones a sus datos y metodología, como es habitual en los medios académicos. Se encontró que la investigación tenía graves fallas: en primer lugar, la muestra era demasiado pequeña: solo doce niños formaron parte del estudio. Pero el problema más grave era que Wakefield tenía lo que se llama conflicto de intereses. El entonces médico pensaba ganar millones de dólares vendiendo un test para diagnosticar “enterocolitis autística”, una enfermedad inventada por él mismo. También pensaba encabezar litigios millonarios por los supuestos daños causados por las vacunas. En 2010 un tribunal británico lo encontró culpable de 32 cargos, cuatro de ellos por fraude, doce por abuso a niños con discapacidades y otros más por práctica no ética. Se le revocó la licencia para ejercer la medicina. The Lancet retiró la publicación del artículo. Otras revistas y organizaciones científicas aclararon que todo había sido un elaborado fraude.

El contagio de los antivaxxers.
     Pero el daño ya estaba hecho. Las celebridades involucradas continuaron con su campaña de desinformación, completamente inmunes a las evidencias que se les presentaban. El timerosal fue retirado de casi todas las vacunas, a pesar de que no se encontró ninguna relación con autismo u otra afección. Como era de esperarse, el retiro del timerosal no redujo en lo más mínimo el índice de aparición de casos de autismo. Lo más grave fue que se sembró la duda entre la gente ante cualquier vacuna. Apareció la idea de que existe una gran conspiración que involucra a la OMS, a las farmacéuticas y a todos los médicos del planeta para seguir inyectando peligrosas sustancias en los niños, con quién sabe qué malvados fines. La imagen del “científico loco” que quiere adueñarse del planeta se ha metido en la mente de muchas personas que ven con desconfianza a la ciencia mientras, paradójicamente, utilizan con gran entusiasmo toda clase de gadgets tecnológicos que son fruto, precisamente, de la ciencia a la que miran con recelo.

    Los hechos están ahí, visibles y al alcance de quien quiera consultarlos: las vacunas han reducido dramáticamente la aparición de enfermedades terribles. Algunas están muy cerca de ser erradicadas. Y esto no son sólo números y estadísticas: en nuestra vida cotidiana podemos ver que ya no hay casos de tosferina, ni sarampión, ni poliomielitis. Cuando yo era niño (nací en 1961), todavía vi personas que habían sido atacadas por la poliomielitis, con muletas, paralizadas de por vida. Ya no hemos conocido casos de niños que mueran asfixiados ante la vista de sus desesperados padres a causa de la tosferina. Sin embargo, abundan los sitios de internet que afirman que las vacunas no sirven para nada, que las enfermedades que supuestamente combaten, desaparecieron por sí solas, que los niños corren graves peligros si son vacunados.

     Esta desinformación y su propagación por las redes sociales ha tenido un costo. El sarampión hizo su espectacular reaparición, no en un empobrecido país africano o asiático. El brote significativo más reciente ocurrió en California, iniciándose en Disneylandia, una de las zonas más ricas del mundo, con 157 casos comprobados y se extendió hasta Canadá y México. En Europa la situación es peor: tan solo en Francia, en los últimos cinco años han habido más de 23000 casos. Estos números pueden parecer bajos, pero son muchos para una enfermedad que había sido ya erradicada. Mientras haya más niños sin vacunar, mayor es el riesgo de que surja un brote que puede tardar varios años en ser controlado y que puede causar muertes que son evitables.

    Para quien no lo sabe o no lo recuerda, el sarampión es una enfermedad viral, altamente contagiosa, sin tratamiento específico. Esto quiere decir que, una vez que un niño sin vacunar ha sido infectado, no hay nada que impida el desarrollo de la misma. En la mayoría de los casos, el sistema inmunológico detiene la infección. Pero hay algunos pocos casos en lo que se puede complicar con neumonía o encefalitis y puede causar sordera o la muerte.

Rompiendo lanzas en Facebook
   En varias ocasiones me he enfrascado en discusiones por FB acerca del asunto de las vacunas. Madres de familia me han argumentado que sus hijos no fueron vacunados y que son “de los más sanos” y que en cambio otros niños, que fueron vacunados “son muy enfermizos”. Ahí me doy cuenta que no tienen ni puta idea de qué son y cómo funcionan. Las vacunas no son para hacerlo a uno “más sano”. Un niño sin vacunar, cachetón y colorado, puede ser atacado por alguna enfermedad prevenible, mientras que otro, tilico y enfermizo, pero con la vacuna específica, no le va a pasar nada. Yo les digo que es como traer a sus niños en el coche sin cinturón de seguridad. Mientras no choquen, no hay problema. Pero en el lamentable caso de que choquen, van a salir disparados por el parabrisas. Me han dicho que sus hijos no están vacunados y que no les ha pasado nada. Les digo que qué bueno, pero que es cuestión de suerte. Me han dicho que han habido casos en los que las vacunas causan alguna reacción adversa. Y les digo que es cierto, que toda vacuna, como cualquier procedimiento médico, conlleva un riesgo. Pero este riesgo es bajísimo en comparación con el riesgo de adquirir alguna de estas enfermedades. Muchísima gente muere en accidentes automovilísticos y, hasta ahora,  no ha habido una campaña para dejar de usar los autos. De hecho, el niño que lleven a vacunar corre mucho más riesgo en el trayecto a la clínica u hospital que la vacuna misma. La vida es así, la vida es riesgo. Pero si se pueden evitar los riesgos mayores, pues mucho mejor. También me han dicho conocer de casos de niños que después de haber sido vacunados presentaron algún síntoma inusual o, en el peor de los casos, signos de padecer autismo. El que B ocurra después de A, no quiere decir que A sea la causa. Esta es la llamada falacia de correlación. Los signos o síntomas pueden tener causas completamente ajenas a la aplicación de las vacunas.

     Estas discusiones han subido de tono, y una respetable señora, que por cierto no tengo el gusto de conocer y que recomendaba tecitos de equinacea como preventivo para todas las enfermedades, me acusó de ser pagado por la OMS y por las compañías farmacéuticas. Ojalá. Si me pagaran por defender las vacunas y la ciencia que está detrás de ellas, sería muy feliz. Pero no es cierto. Las defiendo porque he leído y porque conozco sus efectos. Las defiendo porque ya no conozco a nadie que esté inválido a causa de la poliomielitis, ni he visto niños retorciéndose por el tétanos, ni asfixiándose por la tosferina. Las defiendo porque todos mis sobrinos están vivos, dando lata y haciendo lo que tienen que hacer sin que les haya afectado alguna de las enfermedades que hasta hace unas cuántas décadas eran principal causa de muerte infantil. Las defiendo porque admiro el trabajo de científicos, médicos y enfermeras en las campañas de  vacunación, porque admiro a científicos como Jonás Salk, que habiendo inventado la vacuna contra la poliomielitis, se negó a patentarla.

Armas contra la desinformación
     Vivimos en una época en la que se ha dicho que el internet ha democratizado el conocimiento al ponerlo al alcance de todos los que tengan acceso a él, que aunque no son todavía los que deberían, son muchísimos. Pero poco se ha dicho acerca de la capacidad que esta tecnología tiene para alejar a la gente del verdadero conocimiento por medio de la desinformación, las leyendas urbanas, los bulos, los rumores, los miedos infundados, la desconfianza al conocimiento y el rechazo a la ciencia. La humanidad produce tal cantidad de información, que nuestro cerebro, un órgano prodigioso que nos ha convertido en los seres pensantes que somos, con toda nuestra compleja civilización, ya no es capaz de procesarla y recurre a artilugios mentales como la simplificación, la generalización, el ver la realidad en blanco y negro. Digamos, para utilizar una metáfora que será entendida de manera muy fácil, que nuestro cerebro tiene un sistema operativo de hace más de 100 000 años y ya no corre bien con los nuevos programas. Sin embargo, desde hace unos pocos siglos, algunos humanos desarrollaron un app que funciona muy bien para adquirir conocimientos confiables y comprobables. Este app solo lo tienen instalado algunos humanos, que son los que nos han llevado hasta donde estamos: es el pensamiento científico. Ya es tiempo de que todos nos instalemos ese app. No quiero decir que todos debamos estudiar ciencias y hacernos científicos. Pero sí debemos aprender a utilizar el pensamiento científico y entender cómo funciona la ciencia. Es algo urgente, si queremos sobrevivir al tsunami de desinformación que soportamos día con día y que nos pone en verdadero riesgo como especie. Lo contrario al conocimiento no es, como pudiera pensarse, la ignorancia, sino la ilusión de conocimiento. Y el internet es pródigo en hacernos caer en esta ilusión.


     Mi amiga es inteligente, brillante en su campo, con un alto grado de estudios académicos. ¿Qué ocurre entonces? Que la desinformación ataca a cualquiera, sin importar su nivel de educación, aprovecha los fallos que tiene la mente para procesar un exceso de datos y se instala formando un sistema de creencias, una suerte de malware que impide ver la realidad con claridad. Mi amiga solamente ha sucumbido al bombardeo de desinformación que padecemos, a la seducción de datos presentados de manera simplista y atractiva. El cerebro de las personas promedio, no es muy bueno procesando números, estadísticas y datos complejos. Es mucho más fácil ajustarse a las generalizaciones de un sistema de creencias que además está conectado a nivel neurológico con las emociones. Por eso, ella se enojó conmigo al señalarle los peligros de difundir desinformación relativa a un asunto tan delicado como es la salud de los niños. Le ofendió mi insistencia en el pensamiento racional. En verdad lo lamento. Pero no voy a dejar de hacerlo. Voy a seguir señalando lo que los hechos señalan, más allá de mi propia opinión personal, como errores graves y peligrosos. Tú, que lees estas líneas, espero compartas conmigo mi amor por la verdad y no te cierres a la discusión respetuosa pero informada. Nuestra arma común es la razón.


martes, 22 de marzo de 2016

Mis cincuenta y cinco: algo de lo que he aprendido.

Pues he llegado a la mitad de mi quinta década en este mundo. No es exactamente la mitad, ya que eso ocurrirá cuando cumpla 56, pero la repetición de cincos parece corroborar la llegada a un cierto nivel, un par de cincos que machaconamente me dicen que la juventud hace rato que quedó atrás. No es de extrañar entonces, que me pidan credencial del INSEN cuando compro boletos de autobús o que en la calle ya no me den volantes anunciando escuelas, pero que corran a alcanzarme para darme los que anuncian funerarias. Ni modo. Debo aceptarlo. Para hacerlo, tal vez este sea buena idea  voltear atrás y ver el camino recorrido, el grueso libro que han formado los días de mi calendario: 

He vivido 20089 mañanas con sus tardes, y he tenido el mismo número de ocasiones para soñar. He tenido la fortuna de poder asomarme al mundo y viajar a una veintena de países solo para darme cuenta que he visto muy poco. He tenido cientos de amigos y he conservado a los que son verdaderos tesoros. He amado y he dejado de amar. Me han amado y me han dejado de amar. No fui padre, pero he cuidado con devoción varias decenas de perros, cinco gatos, tres conejos, doce pericos australianos, un pichón que me odiaba porque traté de meterlo a un arnés para aparecerlo en un acto de magia, cinco palomas habaneras que en cambio lo hicieron muy bien; un hámster, varios cientos de peces de distintas especies, varios cangrejos ermitaños, uno o dos ajolotes, una media docena de ranas, seis tortugas verdes, tres de las cuales alcanzaron la edad adulta; una serpiente de agua y un escarabajo maquesh yucateco al que le quité los adornos que le pusieron para convertirlo en un prendedor viviente  y que vivió un par de años en un terrario que le hice, con ramas, musgo y hojarasca, supongo que felizmente, aunque no estoy seguro porque nunca demostró estar muy contento.  

En la vida he cometido errores gigantescos y aciertos más bien modestos. Por mi profesión, he estado en el escenario miles de veces. Si me hubieran dado un peso por cada aplauso recibido, ahora sería millonario. Pero si me descontaran un peso por cada error, cada nota equivocada, cada diálogo olvidado, tal vez no quede nada o hasta salga debiendo… Pero esas equivocaciones, insignificantes unas y descomunales otras, son las que me han hecho mejorar, o al menos tratar de no repetirlas. ¿Qué es la vida, sino la ocasión para meter la pata una y mil veces, con sus respectivas oportunidades de aprender? Y en 55 años se han acumulado kilos de experiencia que me han hecho aprender…

He aprendido algunas cosas, útiles e inútiles, trascendentales unas, irrelevantes otras. He aprendido, por ejemplo, que siempre vale la pena dar un paseo, que es bueno reírse de uno mismo, que hay que leer lo más posible; que no hay que guardar chocolates en los bolsillos, que hay que mirar al cielo, que hay que viajar ligero, que cuando se está a más de tres kilómetros de casa hay que usar cualquier baño que se encuentre, con ganas o sin ellas; que si no hay algo bueno que decir, lo mejor es no decir nada, que es bueno traer kleenex o servilletas en las bolsas, pero que no hay que olvidar sacarlas, sobre todo cuando se va a lavar la ropa; que hay que llamar de vez en cuando a los amigos, que hay que probar toda comida nueva, que no es bueno acumular triques, que hay que evitar el sol directo, que es bueno tener un paraguas…

He aprendido que no hay que componer lo que no está descompuesto, que no hay que dormir cuando se tiene diarrea, que no hay que guardar comida en el equipaje documentado, que siempre hay que tener antiácidos, que no es posible ser amable en exceso, que es bueno hacer reír a los niños, que siempre hay que estar aprendiendo algo nuevo; que hay que leer por completo todo papel que se firme, que hay que caminar siempre que sea posible; que es bueno acariciar a un perro o un gato, que hay que cuidar las rodillas; que hay que cantar siempre que se pueda; que el pan y las cebollas no hay que cortarlas apoyándolos en la mano; que hay que mirar a los ojos a las personas con las que hablamos, que antes de salir de casa hay que consultar al intestino; que si alguien nos saluda hay que devolver el saludo, aunque no sepamos quién es la persona que nos saluda; que ver morir a un amigo es como perder a un hermano; que perder a un hermano es como morir uno mismo…

Ahora se que es buena idea guardar las bolsitas de catsup, pero no hay que dejarlas en los bolsillos; que no hay que dar consejos si no nos los piden, que hay que vacunarse; que hay que vacunar a perros y gatos; que hay que pelearse con los que no quieren vacunar a los niños; que hay que arreglar lo que sea posible y aceptar que hay cosas que no se pueden arreglar; que hay momentos en que hay que apagar el celular, pero hay que llevar siempre un cargador; que hay que olvidar cuando se haga un favor, pero no olvidarlo cuando nos hagan uno; que las tarjetas de crédito son trampas peligrosas, que hay que ceder el asiento a los ancianos, porque estamos a un paso de serlo; que no hay que estrenar zapatos cuando se viaja, que no hay que decir todo lo que se piensa, que hay que aceptar que hay gente a la que no le gustamos, que hay que enseñar todo lo que se sabe, que hay que saber perdonar y perdonarse…

He visto que no hay objetos más hermosos que los instrumentos musicales, pero su belleza hay que buscarla en nuestro interior; que hay que comer más fruta y verdura, pero los mangos son un batidillo; que hay que aprender a poner inyecciones, que es bueno llevarse los shampoos de los hoteles, pero no cuando se comparte habitación; que hay que rescatar las cosas del empeño; que cuando se está enojado, lo mejor es no abrir la boca; que es una fortuna tener hermanos; que hay que checar dos veces si metimos la ropa interior en la maleta; que ni el tiempo ni lo que se diga se pueden regresar, así que hay que cuidar mucho ambos; que no hay que guardar nada para después, que las papas fritas  hay que comérselas de inmediato; que los calzones sin resorte no son buenos; que si la memoria va a servir para guardar rencores, es mejor entonces ser desmemoriado…

Se que es bueno usar sombrero, pero hay que saber donde ponerlo; que hay que ser desconfiado, pero no parecerlo; que no se llega a ningún lado en una bicicleta fija y que tarde o temprano se convertirá en perchero; que la próstata me ha dicho que está ahí y que su revisión es inminente; que siempre hay que sacar fotografías, que hay que cargar siempre con un libro, que no hay que guardar los lapiceros que no sirvan, que hay que reforzar los botones de abajo de las camisas, que hay que llamar a nuestros seres queridos, que cuando llegue la ocasión de ser valientes, por lo menos hay que fingir serlo…

Ahora estoy seguro que la ciencia y el pensamiento racional son grandes herramientas para no perder tiempo, dinero y emociones en pendejadas; que hay que andar en bicicleta, pero en las de a de veras; que si hay dinero, lo mejor es gastarlo en experiencias y no en objetos; que cuando se cargan maletas hay que recogerse el pelo;  que siempre hay que llevar un lapicero, que hay que saber pedir ayuda y tener el tacto para ofrecerla; que si se aprende malabarismo, hay que practicar lejos de la cocina… 

Pero sobre todo he aprendido  que ese viejo gordo que me mira desde el espejo soy yo y que para eso no hay remedio…


Quisiera pensar que estoy en la mitad de mi vida, pero creo que eso sería pecar de optimismo. El final se acerca, pero si lo pienso bien, no ha dejado de hacerlo desde mi primer día. Espero sinceramente que todavía esté lejos, así que trataré de seguir por aquí, maravillándome de este mundo, tratando de entenderlo, amando a los que me quieren y a los que no también, aunque un poco menos. Creo que todavía hay mucho que dar, mucho que aprender, mucho que decir, mucha música que tocar, muchos escenarios por pisar. Tal vez lo mejor está por venir. Pero si no es así, no importa: lo vivido hasta aquí ha valido la pena, tanto lo bueno, como lo malo. Se que llegará el día en que este recuento llegue a su momento final. Entonces me prepararé, haré un recuento final, miraré por última vez el cielo…  y me tragaré medio kilo de maíz palomero. Así, cuando me incineren, brincarán las palomitas y esa será mi última risa con la que estaré diciendo adiós…

jueves, 10 de marzo de 2016

Caruso, el perro cantor


Lo conocí hace ya casi seis meses, un sábado por la mañana. A esa hora, Real del Monte comienza a llenarse de visitantes, turistas que buscan recorrer sus callejuelas, sentir el frío del bosque que rodea al pueblo, escuchar las historias del pasado inglés y comerse un paste, lo más representativo de la gastronomía local. Para poder mostrar mis habilidades artísticas sin intermediarios de ningún tipo y para complementar mis gastos suelo ir los fines de semana a este pueblo mágico para tocar la gaita y a hacer un pequeño espectáculo de magia como entretenimiento para los turistas.

Estaba tocando frente a la iglesia principal, cuando Caruso llegó aullando. De talla mediana, color café y sutilmente atigrado, no parece pertenecer a ninguna raza canina -o puede pertenecer a todas-. De inmediato llamó la atención y salieron a relucir las cámaras y celulares para capturar la insólita escena: un curioso sujeto, de pelo y barba blancos, ataviado con un bombín, tocando un instrumento musical inusual por estas latitudes, acompañado por los aullidos sentimentales de un perro. Si dejaba de tocar, el dejaba de aullar y entonces se dedicaba a saludar a todos los presentes con vigorosos movimientos de cola. En cuanto los gemidos de mi gaita comenzaron de nuevo, el también, como un músico de sinfónica, se sentó a mi lado y con absoluta concentración se dispuso a mejorar mi interpretación de xotas y muñeiras gallegas con su canción, a veces vigorosa, condimentada con ladridos, otras veces melancólica, con sus belfos plegados y apuntados al cielo como en oración. Los donativos no tardaron en llenar el estuche de mi gaita, que utilizo para recoger la solidaridad del público. De pronto, atendiendo quién sabe que llamado, se marchó corriendo y se perdió por entre los callejones. No me dio tiempo de compartir con él las ganancias obtenidas por nuestro concierto.


Todo un artista canino
Por razones de trabajo, no regresé a Real del Monte, sino varias semanas después. Y luego de hacer sonar mi gaita por unos minutos, Caruso, que no sabía -ni sabe- que así lo he bautizado, volvió a irrumpir, haciendo su misma “entrada triunfal”, aullando y moviendo la cola, como un malabarista al entrar a la pista del circo. Otro breve concierto de gaita y acompañamiento canino, más fotos y risas de turistas y transeúntes entusiasmados. Aprovechando la pequeña multitud que se formó, quise iniciar mi espectáculo de magia, pero Caruso pareció no estar de acuerdo, o a al menos no se mostró dispuesto a cederme la atención. Simplemente se paró sobre sus dos patas para husmear -y tirar al suelo- mis herramientas de trabajo que estaban en una mesita que llevo para realizar mis rutinas mágicas, Mientras yo apurado recogía vasos de cobre, pelotas de distintos tamaños y mi infaltable “varita mágica”, él socarronamente se apropio del estuche de mi gaita y se fue con él, dejando un reguero de monedas… No se lo llevó sino que simplemente se echó a mordisquearlo mientras yo me afanaba en recoger todo lo que había tirado, haciendo las delicias del respetable que reía ante la inesperada actuación de los dos insólitos payasos.

Poco a poco he aprendido a negociar con Caruso: toco la gaita un rato, lo suficiente para juntar un cierto número de espectadores y para que aparezca quién sabe de donde; hacemos un breve aunque sentido concierto y luego se echa en la funda de lona de mi mesita, que coloco especialmente con ese fin, mientras aparezco y desaparezco bolitas y pelotas debajo de tres vasos de cobre y mi sombrero bombín. Al finalizar mi show vuelvo a tocar la gaita y él se incorpora perezosamente para hacer su actuación. Ya hecho todo un divo, a veces  hace su interpretación así, recostado y hasta revolcándose con alegre flojera. A veces se levanta y hace alguna travesura, como robarse una botella de agua o alguna gorra o guante. O se le encima a algún espectador. La gente me mira, pensando que es mío. Yo les digo que no, que Caruso trabaja por su cuenta. No lo hace por maldad, sino por excesiva cordialidad…

Luego de tocar la gaita y hacer mis trucos de magia, me dirijo a Finca Real Café, un establecimiento donde amenizo y enriquezco la degustación de cafés y tisanas mediante la interpretación de jazz, boleros y otros géneros, en saxofón, un instrumento mucho más discreto que la estridente gaita. Y Caruso, ya hecho todo un melómano, vuelve a salir de algún rincón del pueblo y se mete al café para acompañarme nuevamente, no sea que mi concierto, sin su compañía, pierda el brillo de nuestras ejecuciones en la calle.

Un futuro incierto

He tratado de averiguar si Caruso tiene casa, tal vez hasta otro nombre y un dueño, pero no he logrado nada. Me he enterado -no sin ponerme algo celoso-, que suele acompañar a otros músicos callejeros. La gente sabe que anda deambulando por todo el pueblo y seguramente se las arreglará para guarecerse de los helados vientos que con frecuencia corren por ahí. No se ve flaco, ni maltratado, por lo que creo que se las ha arreglado para hacer de su extrema cordialidad su forma de vida: los turistas le convidan pastes o los restos de otros bocadillos. En otros tiempos -y con otra casa-, no hubiera dudado en adoptarlo de manera permanente, pero me pregunto si en la estrechez de una casa urbana estará tan contento como se ve que está en las calles de Real del Monte, con sus vagancias y correrías, sus zalamerías a los turistas y, sobre todo,  sus magníficos conciertos. Tengo miedo de un día llegar y no encontrarlo. Me asusta la posibilidad de que en alguna de sus aventuras abandone la relativa seguridad de las estrechas calles realmontenses y se acerque a la peligrosa carretera. Temo que un día, algún funcionario del ayuntamiento, sin visión y sin sensibilidad, lo vea como un problema urbano y no como el artista que es y se lo lleven sin miramientos a la perrera. La historia de Caruso no tiene un final, porque está en curso. Solo pido a los realmontenses, a los visitantes de ese pueblo mágico, que le den comida, que le ofrezcan un poco de agua, que le den refugio. Pido a mis colegas artistas callejeros, que lo veamos como un compañero de trabajo y que lo cuidemos y protejamos. Pido a las autoridades del Ayuntamiento de Real del Monte y a las sociedades protectoras locales que se le expida una credencial o reconocimiento como un atractivo más de los que tiene el pueblo y se le de la protección que merece. Y al buen amigo Caruso no le pido nada, más que siga siendo él mismo, así, encimoso y zalamero, amigable pero libre  y que siga acompañándome en nuestros ya entrañables conciertos.