domingo, 12 de febrero de 2017

Yo viajé aferrado a los pies de un gigante.


Uno de los sonidos más entrañables de mi niñez, además de los programas de radio que mi mamá solía poner en la consola Telefunken que adornaba la sala, con todo y comerciales, además del sonido del piano de juguete donde mi hermana Chelo tocaba una y otra vez la melodía de “Palitos Chinos”, es sin duda el ruido que producía un mosaico suelto que estaba al lado de la cama de mis padres, más exactamente, del lado que ocupaba mi papá. Cuando se acostaba, al quitarse los zapatos, siempre hacía sonar ese mosaico. Aquel ruido seco, sin mayor interés acústico, era el sonido mismo de la tranquilidad. Cuando mi papá llegaba tarde de sus frecuentes viajes –dos semanas  en Poza Rica, seguido de dos semanas de viajes cortos en los poblados aledaños a Pachuca, patrón que se repitió por años-, cuando ya estaba dormido, entre sueños escuchaba el motor del coche, la puerta que se abría, los pasos fuertes de mi papá y la voz de mi mamá. Luego, como culminación de esa vieja canción, el mosaico daba su remate cuando se movía por el peso de un gran zapato que caía. Entonces sabía que mi papá estaba ya en casa y que todo estaba bien. Podía continuar con mis sueños, tranquilo, en paz…

Muchas veces, como teníamos establecido un riguroso orden en el que mis hermanas y yo nos turnábamos para dormir con mi mamá durante la ausencia de esos viajes, mi papá llegaba en viernes por la noche cuando a mi me había tocado el honor de ocupar su lugar para dormir. Entonces, a pesar del ruido que hacía el coche entrando en la cochera, a pesar  de los aullidos de bienvenida de Laika y a pesar de los pasos en la escalera de entrada, me fingía dormido, porque ya sabía lo que vendría luego: mi papá me destaparía, me levantaría con suavidad increíble en sus brazos y me llevaría cargando hasta mi cama. Yo sentía su fuerza matizada por la ternura y su olor a lavanda. Invariablemente las sábanas estaban frías. Pero ese corto viaje entre su recamara y la mía bastaba para contrarrestar esa frialdad un tanto desagradable. Luego, volvía a escuchar aquel mosaico tan querido…


Cuando llegaba después de alguno de esos cotidianos viajes, todo era alegría. Algunas veces, esperábamos en la ventana, contando los coches que aparecían doblando la esquina, esperando ver su gran auto, casi siempre un Ford Galaxy que cada dos años cambiaba: primero uno rojo con negro, luego uno verde y luego una serie de carros blancos… Mi papá llegaba, y no importaba lo que hubiera pasado en la semana, todo era alegría: la nuestra, la de mi mamá y, desde luego, la muy exaltada de Laika, nuestra amada perrita. Incluso, si se había presentado algún problema, no importaba lo que fuera, ni su tamaño, quedaba automáticamente resuelto en cuanto subía la escalera, cargado con su maleta azul que olía a loción y brillantina. Nos saludaba, conversaba un poco mientras revisaba su copiosa correspondencia: la compañía donde trabajaba le mandaba cartas y cartas que se acumulaban en grandes montones. El rasgaba los sobres mientras se enteraba de los pormenores de la semana y sonreía, sonreía todo el tiempo…



Al día siguiente, cuando despertaba muy temprano y oía las voces de mis padres en su recamara, me levantaba, iba con ellos y me acostaba en medio de los dos. La conversación seguía y uno a uno se iban sumando Tere, Chelo, Chavo y, por supuesto, Laika. Ahí, acostados, yo tomaba las grandes manos de mi papá y las examinaba minuciosamente, contemplaba sus dedos, los comparaba con los míos, revisaba los lunares rojos de su pecho, todo eso mientras la conversación nos llevaba a las anécdotas familiares, a las historias divertidas repetidas una y otra vez: el cuento de la rata que comía vitaminas y que hizo que volaran el drenaje, la historia de cuando mi mamá conoció a mi papá y lo que dijeron mis tías, la anécdota del coche que yo no conocí pero que por su vaivén apodaban “el barco”…

Luego, todos nos levantábamos y yo lo acompañaba a comprar el desayuno: una olla de un guiso de panza que siempre me pareció nauseabundo, acompañado por el periódico deportivo Esto y su característico olor, el Sol de Hidalgo, algún otro periódico nacional y una pila de historietas que llenaban nuestro espacio de lectura dominical. Desayunábamos, leíamos los “cuentos” como les llamábamos, mientras mi papá miraba algún partido de futbol en la recién adquirida televisión a color, donde a menudo las personas se veían verdes como cadáveres de varias semanas  o rosadas como víctimas de una severa rubeola. Mi papá pasaba entonces un buen rato dando la vuelta a un botón que decía “sintonía fina”, para que los colores fueran un poco –sólo un poco- más realistas.

Cerca de la una, mi mamá nos llamaba para llevarnos a misa, a pesar de que habíamos elevado nuestras plegarias al cielo rogando que se le olvidara hacerlo. Mi papá se quedaba en casa mientras nos marchábamos, secretamente malhumorados, a cumplir nuestro deber religioso en una iglesia a medio construir, llamada popularmente  “La Villita”. Pasaban los años y la iglesia seguía llena de vigas de madera y materiales de construcción. Siempre pensé que cuando esa iglesia se terminara de construir, vendría el fin del mundo. Hace pocos años la terminaron y no, no llegó el fin del mundo. Al menos no todavía…

Luego de la misa comíamos un pollo rostizado comprado en Las Anitas, la única rosticería en Pachuca en ese entonces, acompañado de papas fritas y refresco servido en grandes vasos de plástico, sentados en un comedor rojo que estaba en la cocina. Cuando terminábamos, mi papá anunciaba: “Vamos a dar la vuelta”. Todos subíamos al coche, Laika incluida por supuesto, pasábamos a la dulcería Dym que estaba en la Plaza Juárez a comprar golosinas: lenguas de gato, lagrimitas, malvaviscos; y luego hacíamos un viaje por los alrededores de Pachuca, hacía Las Bombas, hacia la mina de La Paz o hacía la carretera a Real del Monte. Pachuca era mucho más pequeño y donde ahora hay fraccionamientos, en ese entonces no había más que matorrales. Aquel era un mundo casi perfecto, con algunos problemas y sinsabores, pero que se resolvían mágicamente en cuanto mi papá regresaba de un viaje…




Un día, cuando tendría 8 o 9 años un incidente me hizo ver que aquel mundo casi perfecto podía terminar: una excursión dominical al Cerro de la Estrella, en el Distrito Federal, con mi tío Toño, mis primas Rosita y Almita y mi hermana Tere, terminó con un violento asalto donde mi tío fue baleado. Recuerdo, casi como una película, a un individuo sujetándolo por el cuello desde atrás mientras mi tío forzajeaba tratando de sacar una pistola que llevaba en la cintura. El otro sujeto al ver esto, levantó su arma y disparó sin apuntar. El retumbar del trueno me ensordeció. Luego vi, casi sin emociones, en estado de shock, como lo despojaban del arma, de un cuchillo de monte y de su cartera con muy poco dinero. Voltearon un morral con manzanas en busca de algo de más valor y vi como rodaban cuesta abajo… La herida de mi tío no fue grave y el incidente no pasó de un gran susto y una anécdota que conté una y otra vez a la menor provocación.

Pero a partir de entonces comencé a sufrir angustia por mi papá ¿Qué tal que le pasaba algo? Comencé a leer la nota roja de los periódicos. Veía que todos los días ocurrían asaltos, choques, accidentes. ¿Y si, en uno de esos viajes, le pasaba algo, si lo asaltaban y le disparaban? Un accidente de carro estaba descartado, pues no existía en el mundo mejor conductor que él. ¿Como iba a chocar si él había piloteado aviones, si había combatido en la 2ª Guerra y había sufrido una herida a manos de un piloto japonés que le dejó una cicatriz en la mano que solía presumir? No, él nunca chocaría. Pero ¿un asalto? La sirena de una ambulancia me sobresaltaba cuando él estaba ausente.

Mi papá se dio cuenta de mis temores, así que un día, sábado o domingo, me llevó a mí solo –Chavo ya era o estaba a punto de ser estudiante universitario, mis hermanas recién habían iniciado su adolescencia- a comprar un avión o un helicóptero de juguete y me llevó al campo a que lo voláramos. Yo miraba atemorizado a los alrededores, temiendo que apareciera alguien.
-Mejor vámonos, le dije.
-No, me contesto rotundo- Este no es el Cerro de la Estrella. Eso que pasó fue un accidente y no volverá a ocurrir. No debes tener miedo…
¿Cómo no iba a creerle, si él, que había piloteado aviones, que podía manejar con seguridad por la carretera más difícil, que podía arreglar mis juguetes descompuestos, que podía leerme sus instrucciones en inglés, que podía arreglar cualquier problema simplemente llegando, me lo decía con esa seguridad y firmeza?



Durante las vacaciones escolares solía llevarme con él a trabajar. A veces eran viajes cortos a poblaciones cercanas a Pachuca. Pero otras veces me llevaba a Poza Rica. Yo iba armado con una colección de libros, generalmente sobre la naturaleza, para combatir el aburrimiento cuando lo esperaba en el coche mientas él visitaba a algún médico. Deben haber funcionado muy bien, pues no recuerdo haberme aburrido un solo instante en aquellos viajes. Eran trayectos largos, de varias horas, pero yo disfrutaba el paisaje y le hacía preguntas sobre los lugares que veíamos, que siempre fueron lugares maravillosos. En alguna ocasión me dejó en la playa de Tecolutla o de Tuxpan, al cuidado, sin que yo lo supiera, de amigos suyos que tenían negocios por ahí. Pasaba horas jugando en la arena, buscando cangrejos o caracoles. Y nunca sentí temor. ¿Por qué habría de hacerlo, si el me dijo que regresaría en dos o tres horas?  Poza Rica, ese lugar a donde él viajó durante años con regularidad, era un sitio increíble, un lugar donde el fuego de los quemadores de los pozos petroleros iluminaba una noche ruidosa de insectos. Fue ahí donde vi por primera vez un invento tan asombroso como un elevador, con su puerta corrediza que se movía sola; había un restaurante que servía unos hot cakes con miel de maple exquisitos. Al salir de ese restaurante me sorprendía mucho la sensación de pasar de la frescura del aire acondicionado a un calor agobiante, húmedo y con olor a gas. Muchos años después regresé a Poza Rica y me pareció una ciudad bastante ordinaria, más bien feona, que apestaba a petróleo en medio de un calor insoportable. Me di cuenta que lo maravilloso no eran los lugares a donde íbamos. Lo maravilloso era la compañía de mi papá.

Pero también sabía ser firme: cuando se enojaba con alguno de nosotros por alguna respuesta impertinente, por alguna grosería a la hora de la comida, golpeaba la mesa roja con los dedos juntos y levantaba la voz. Los platos saltaban y todos callábamos.  Y no es que hubiera miedo al castigo –muy pocas veces lo hizo y nunca, nunca me golpeó ni vi que golpeara a ninguno de mis hermanos-. Simplemente su firmeza se imponía. Pero también sabía premiar: ocurre que cuando yo tenía unos 10 u 11 años era un niño, digamos llenito. Robusto. Regordete. Vamos: era un niño obeso. Un médico del Seguro Social, el Dr. Aparicio, al que sus alumnos de la Escuela de Medicina apodaban maliciosamente “El Burbuja”, tal vez temiendo que siguiera su mismo camino, ordenó que me pusieran a dieta. Se acabaron las meriendas de tres conchas con un vaso de chocolate; se acabaron las dos tortas que me zampaba en el recreo; se acabaron las escapadas a la tienda de Don Carlitos para comprar Sabritas y los dulces “sur-ti-dos” que me encargaba Tere. Adiós a mis bolillos retacados de mayonesa de las tardes. Dócilmente acepté la dieta y juro que nunca la rompí, con una fuerza de voluntad que ya quisiera tener ahora. En unas semanas bajé no sé cuántos kilos y comenzó a vislumbrarse el porte atlético que me ha hecho brillar en la adultez. Un día, regresando de Poza Rica, me miró con atención. Pidió que trajera la báscula del baño y ahí frente a mi mamá, solemnemente, me pesó. Sonrío satisfecho. Me dio las llaves del auto:
-Ve al coche y abre la cajuela. Ahí hay algo para ti.
Emocionado bajé las escaleras, di tres saltos mortales y caí graciosamente en split         –digo, había que aprovechar mi nuevo cuerpo- Y ahí, en la cajuela, entre cajas llenas de muestras médicas, estaba el más hermoso juego de Mecano que había visto, todito para mí. Ah, cómo lo disfruté…




Pasaron los años. Me apoyó con entusiasmo en los proyectos que comencé a abordar: cuando estaba en quinto año, me compró un acuario en el DF y lo instaló en Pachuca, con todo y peces mientras yo me iba de paseo con Maru y Vico, mis adoradas primas; me apoyó cuando, ya adolescente, quise ser mago  y me compró un frac para que luciera realmente como todo un profesional. Aplaudió con entusiasmo cuando me uní a un grupo de teatro amateur y cuando anuncié que quería ser actor. Cuando terminé la prepa y dije que quería ser músico… pues no le gustó tanto la idea. Sus únicas referencias eran los músicos de cantina y el profesor de la secundaria donde estudiamos todos, cuya única gloria había sido dirigir la estudiantina que triunfó varias semanas seguidas en un programa de concursos de la televisión. Pero a pesar de sus dudas y preocupado por mi futuro, me compró el clarinete que necesitaba para iniciar esa carrera…


 Un día se acabaron sus aventuras por las carreteras. Fue ascendido en la empresa farmacéutica donde trabajaba y como consecuencia, su labor ahora sería de supervisión en una oficina en la ciudad de México. Aquellas salidas lo vitalizaban: el trabajo de oficina lo asfixiaba. No sé si sería el fin de esos viajes o de que yo alcancé la mayoría de edad, pero aquella magia que tenía para resolver problemas fue declinando. Ahora, los problemas permanecían ahí y un  viejo fantasma que lo acosaba comenzó a hacerse más y más agresivo. Todo pareció ocurrir por la misma época: la casa de mi niñez, la de Emilio Asiaín 103, rentada por años, fue cambiada por una casa que mi mamá obtuvo mediante un crédito de Fovissste, mucho más pequeña; Tere tenía tiempo que se había casado, Chavo se fue a Francia, Chelo ya se había ido a estudiar a la UNAM y pronto llegó mi turno para irme. Mi mamá se quedó viviendo sola, únicamente acompañada por Laika, que vivía ya su senectud. Con la arrogancia del que apenas ha llegado a la edad adulta, comencé a ver sus flaquezas, sus defectos; comencé a juzgarlo, a criticarlo. Aquella seguridad y aquel aplomo desaparecieron. Fue despedido después de muchos años; la crisis económica y su impericia en los negocios independientes acabaron con sus ahorros. Ahora era vulnerable y quedó a merced del desempleo. El fantasma de su adicción fue creciendo hasta apoderarse casi completamente de su conciencia.

Tuvo que trabajar en empleos que le eran totalmente ajenos; en uno de ellos, en una empresa llantera, debía manejar diariamente dos horas para llegar y dos para regresar por una carretera angosta y transitada. Fue dependiente de una farmacia, trabajó en una tienda del ISSSTE, tuvo un videoclub que tuvo que cerrar a causa del acoso de Hacienda, vendió artículos para bebés, material de farmacia y así por el estilo.




Mientras tanto, comenzó una lucha formidable: decidió enfrentar de una vez por todas a aquel fantasma que venía atormentándolo. Buscó ayuda en donde podía encontrarla, pero le sirvió sólo por un tiempo. Él único que podía ayudarlo era él mismo. Muchas veces yo no entendí la naturaleza de esa lucha y no lo entendí a él. Y me enojaba y lo trataba con dureza. Pero el verlo postrado, temblando con fiebre `por el síndrome de abstinencia, me hicieron ver que para luchar contra el enemigo que ahora enfrentaba, iba a necesitar toda su antigua magia, su anterior aplomo, aquella seguridad que lo hacía verse todavía más alto de lo que era. Y lo hizo. Combatió con fuerza. Hubieron batallas ganadas y hubieron batallas perdidas, pero siguió combatiendo, levantándose una y otra vez. Comencé a ver de nuevo su gran estatura…


 La enfermedad y muerte de mi mamá fueron un golpe tremendo. Debilitado por la profunda pérdida, el fantasma lo atacó con especial virulencia. Pero siguió combatiendo con perseverancia y logró sobreponerse. Y entonces, la magia comenzó a regresar, transformada, madura. Ya no podía arreglar de golpe todos los problemas, pero tenía la sabiduría y la serenidad para enfrentarlos.

Me sorprendió cuando me preguntó por el internet y, al poco tiempo ya tenía una computadora y estaba aprendiendo a utilizarla. Pronto aprendió a navegar y se puso en contacto por email con antiguos amigos. Recordando su viejo sueño de ser aviador , con un simulador de vuelo aprendió a pilotear desde pequeños aviones hasta grandes jets comerciales. Si alguien piensa que se trata de un simple videojuego, que trate de un día de jugarlo. Le pasará lo que a mí, que no soy capaz de mantener el control sobre el avioncito de la pantalla. Pero él despega, vuela y aterriza sin problema. Ahora pasa horas escuchando música del You Tube, jugando solitario apoyado de una lupa a causa de su visión disminuida y hasta tiene cuenta de Facebook. Lo he visto recuperar esa cualidad que es la que siempre le he admirado: su gozo por la vida, su capacidad de asombro, sus interminables silbidos, su permanente sonrisa.

           
La batalla se ha vuelto cada vez más rara, y aquel fantasma, aquel demonio acosador, con los años, ya es como un viejo conocido que se presenta cada vez menos. Casi diría que es su amigo: cuando ataca, simplemente lo deja pasar, lo invita a sentarse, deja que haga lo suyo y luego, uno o dos días después, vuelve a levantarse, como un Quijote que no se arredra contra sus molinos de viento. Lo tira del caballo, lo golpea, lo zarandea, lo deja postrado, y él… vuelve a levantarse, monta su Rocinante y recupera su tranquilidad, su ingenio y su jovialidad.

            En algún cuento que no recuerdo haber leído, el protagonista esperaba agazapado detrás de un matorral el paso de un gigante. Entonces, cuando eso ocurría, rápidamente se aferraba a los descomunales zapatos y viajaba así grandes distancias. Yo también he viajado aferrado a los pies de un gigante. Ese viaje comenzó en mi niñez y ha continuado hasta ahora, aunque a veces –incluso durante años-, lo haya olvidado. Pero recuerdo muy bien cuando comenzó: éramos muy pequeños y mi papá regresó de alguno de sus viajes. Al oír sus pasos fuertes en la escalera, todos salíamos a recibirlo. Mi mamá lo saludaba con un beso, Chavo y Chelo reían. Mi hermana Tere y yo corríamos y lo recibíamos abrazando sus pies, montándonos en sus zapatos grandes como barcos. Y él, desde su inmensa altura nos miraba y reía detrás de su bigote de Errol Flynn, con esos expresivos ojos verdes, con su gran copete de estrella de cine, y caminaba y nos llevaba a grandes zancadas, mientras nosotros reíamos y gozábamos como locos. Deben haber sido sólo tres o cuatro pasos, pero para mi era el más maravilloso de los viajes. Todo era perfecto: mi papá había llegado.


           
Han pasado muchos años desde aquellos recibimientos, desde aquellos viajes increíbles. La vida me devolvió la oportunidad de vivir con él. Ahora Tere y yo estamos al pendiente de su sueño por las noches. Ahora me toca cuidar sus pasos vacilantes,  pero que no han dejado de ser rápidos, cuando camino junto a él por la calle. Pero ahora me doy cuenta que nunca me he bajado de sus grandes pies,  que he seguido abrazado a su pantalón y que así, montado en sus zapatos, he llegado hasta aquí, ante ustedes, para decirles, sin ninguna duda, que he llegado a ser lo que soy precisamente por eso: porque yo viajé aferrado a los pies de un gigante…
           

Papá: gracias por llevarme. Sigue llevándome a sitios fantásticos, sigue enseñándome a ser lo que soy. Yo te prometo que nunca, nunca, voy a soltarme. Te quiero.