viernes, 1 de julio de 2016

La magia: crónica de una pasión.


El primer truco de magia que vi en mi vida, lo hacía mi hermano Chavo. Tomaba una bolsa de papel con una mano y con la otra simulaba tomar algo en el aire. Después arrojaba ese objeto invisible y lo atrapaba con la bolsa. El sonido de la bolsa indicaba que algo efectivamente había caído. Con aire triunfal metía la mano en la bolsa y sacaba una moneda. Yo miraba maravillado preguntándome cómo lo había hecho. Afortunadamente para mí, Chavo accedió a mostrarme como lo hacía y así aprendí a hacer mi primer truco, aunque creo que nunca se lo mostré a nadie. Yo tendría unos 6 años y Chavo 13.

       En mi casa, desde que mi memoria inicia, siempre hubo libros. Mi papá tuvo la preocupación de comprarnos constantemente enciclopedias y colecciones similares. En una de estas enciclopedias para niños había una sección que explicaba algunos trucos de magia sencillos. Mis  primeros esfuerzos en la lectura fueron para descifrar las instrucciones para desaparecer una moneda frotándola contra el codo. Aunque el truco era muy sencillo, ya tenía un componente psicológico para desviar la atención del espectador simulando que un primer intento no había salido bien, operación que ocultaba el momento en que la moneda era escondida en el cuello de la camisa. Ese fue mi segundo truco, y creo que muy pocas veces lo mostré. 

      En ese mismo libro aprendí otro truco que se hacía de sobremesa, donde, al tratar de desaparecer una moneda cubriéndola con un salero envuelto en una servilleta, el que desaparecía era el salero. Ese fue mi primer truco exitoso y esta vez si lo mostré muchas veces. Pero mi repertorio se mantuvo por años ahí, a pesar de que el libro aquel tenía muchos efectos más.

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Un regalo definitivo
 Cuando ingresé a la secundaria, mi mamá, que era profesora de primaria, decidió reanudar su carrera magisterial, así que, después de un largo y engorroso trámite, dejó de ser ama de casa para volver a la enseñanza en las aulas. Con su primer sueldo, quiso hacernos un regalo a mis hermanos y a mí. En ese entonces mi hermano ya se había ido a estudiar al DF y mis hermanas habían ingresado a la preparatoria. Tal vez por nostalgia de una niñez ya ida y porque la fecha lo ameritaba, mi mamá decidió que ese regalo fuera una reedición de la visita de los Reyes Magos, así que dio instrucciones precisas: debíamos escribir una carta como las de antaño y sólo podíamos pedir juguetes, algo inusitado en ella, que siempre favoreció el obsequio de ropa por razones de practicidad.
Mis hermanas pidieron unos muñecos y mi hermano no recuerdo que pidió. Yo estuve revisando los catálogos de juguetes, indeciso, en una edad en que los carros y autopistas habían dejado de interesarme. Un poco antes, mi papá me había regalado un juego de química que incluía algunos trucos en los que algún líquido incoloro se coloreaba o viceversa. No encontré en el catálogo algún juego de química o algo similar que llamara mi atención, pero encontré un estuche de trucos de magia, así que me decidí por este.


      La caja aquella contenía cuerdas, anillos, una baraja trucada, pelotitas y demás objetos con los que se podían hacer los trucos que se explicaban en un folleto. Nunca imaginé que ese sencillo juguete marcaría el curso que mi vida tomó después. Lo que empezó como un juego nostálgico de mi mamá, pronto se convirtió en una pasión. Cuando hube dominado algunos de los trucos del estuche, regresé a la vieja enciclopedia. Y después comenzó una búsqueda ávida de libros relacionados con el tema. En el taller de la secundaria me fabriqué una mesita desarmable y comencé a tratar de armar un pequeño espectáculo, que presenté por vez primera ante mi hermano y sus amigos estudiantes de física que habían ido a la casa de visita. No recuerdo bien como habrá salido aquel primer show, pero eso fue suficiente para que mi pasión se acrecentara. Comencé a buscar librerías para bucear en ellas en busca de libros de magia. Encontré algunos de ellos, no muy claros y no muy prácticos para lo que yo buscaba, pero me iniciaron en la cultura de los magos e ilusionistas.

     Mi primo Jorge, hijo de una hermana de mi papá, había sido aficionado a la magia pocos años antes de mi furor. Lamentablemente, falleció antes de cumplir 15 años a causa de un aneurisma. Su cuarto en casa de mi abuela permaneció intacto por varios años. En un librero había una caja de madera donde estaban sus objetos mágicos. En una visita vi aquella caja misteriosa y Maru, hermana de Jorge, accedió a mostrármela. Mis ojos brillaron y le rogué a ella, a mi tía y a mi abuela que me permitieran conservarla. Además, mi tío Segundo, que trabajaba distribuyendo libros, me consiguió otro libro sobre el tema. Poco a poco, mi arsenal fue aumentando.


La tienda del mago Chams
Supe que existía una tienda especializada en artículos para magos. Se trataba de la tienda del Mago Chams, ubicada frente al Reloj Chino de Bucareli. Durante mucho tiempo, esa tienda fue lo más parecido al paraíso y aprendí a llegar a ella viajando desde Pachuca. A los 13 años, esos fueron mis primeros viajes solo  a la ciudad de México. El lugar está todavía en un viejo edificio a espaldas de La Ciudadela. Es un local grande, atiborrado de objetos curiosos. Venden también disfraces, pelucas y demás artículos para payasos, bromas para despedidas de soltera y cosas por el estilo. En ese entonces tenía un pequeño escenario al fondo, con cortinas negras. El mecanismo de venta era así: una joven me preguntaba como que efecto me gustaría ver: monedas, cartas, cuerdas, etc. Ella misma ejecutaba cada truco que yo miraba absolutamente embelesado. Cuando pedía que me mostraran algún efecto de escenario, salía el propio Mago Chams, con una filipina blanca y realizaba el truco en el pequeño escenario. Luego, cuando elegía lo que quería comprar y lo pagaba, la chica me mostraba el secreto. Sí elegía un aparato más grande, me hacían pasar a una trastienda iluminada con un foco, atiborrada de cajas y el mismo Mago Chams me mostraba lo básico del truco. No eran lecciones propiamente dichas. Sólo revelaban el secreto de manera escueta. A veces venían con un instructivo escrito a máquina en una sola hoja. La manera de presentarlo, la sicología de cada juego, la charla que lo acompañaría, quedaban completamente a mi cargo. De lo que compré en esa tienda hace 40 años conservo casi todo. Entre ellos está un juego de aros metálicos cromados para hacer la rutina de “Los Aros Chinos”, un clásico de la magia en el que se enlazan y se separan mágicamente y casi se puede ver como cada aro atraviesa al otro. Además de la explicación para hacer esa maravilla, esos aros guardan otro secreto: me son especialmente apreciados porque me los regaló mi hermana Chelo con su primer sueldo. Ella no lo sabe, pero eso hace que contengan verdadera magia…
Hace poco fui de nuevo a la tienda. Mi corazón volvió a latir con fuerza al entrar. Ahí estaba el viejo mago Chams. Físicamente parecía no haber cambiado. Seguía sonriente, atento con su clientela.
-Déjeme mostrarle una chulada- dijo. Y entonces sacó una moneda de 10 pesos, luego encendió un cigarro. Tomó entre sus dedos la moneda y la atravesó con el cigarro encendido. Enseñó con aire triunfal la moneda con el cigarro humeante atravesado, lo sacó por el otro lado y luego mostró ambos intactos, la moneda sin ningún agujero visible. Yo y otros clientes de la tienda aplaudimos. Chams sonrió y agradeció. De pronto, como recordando algo de golpe, dijo:
-Déjeme mostrarle una chulada-. Y volvió a sacar la misma moneda de diez pesos y volvió a encender un cigarro.
-Ese ya lo hizo. Enséñeles otro- dijo la dependiente un tanto malhumorada. El viejo mago la miró confundido. Entonces puso el cigarro en su puño, hizo un rápido movimiento y el cigarro “desapareció”. Un pequeño tubo adosado a un elástico, donde había insertado el cigarro, colgaba visiblemente de su saco. Sonriente, mostraba sus manos vacías, sin darse cuenta que sin querer estaba mostrando como lo había hecho. Con cortesía mal disimulada, volvimos a aplaudir desganados. Sentí una gran pena por el ídolo de mi adolescencia temprana. Los años hacen estragos…


El inicio de una carrera
Pero en aquellos años adolescentes, mi pasión por la magia crecía. Cuando cumplí 14 años mi papá me preguntó si quería algo en especial como regalo de cumpleaños. No lo dudé ni un instante: quería un traje de mago auténtico, un frac. Me llevó a la sastrería Macazaga, en la Colonia Roma, hizo que me tomaran medidas y me mandó hacer un auténtico frac gris Oxford, con todos sus complementos: chaleco blanco, fajilla del mismo color, corbata de moño de terciopelo blanco. Ahora sí parecía un mago auténtico. Hubiera querido tener la capa y la chistera, pero eso era más difícil de conseguir. Para complementar el atuendo, me fabriqué, con una medalla que me otorgaron en la primaria, en forma de cruz patada, una “joya” que me daba un aspecto aristocrático, o al menos eso creía. Acababa de leer “Drácula” de Bram Stoker y quería parecer algo así como el noble dueño de un castillo tenebroso. Con esa idea en mente me inventé el nombre de “Igor Drako”. Mi tía Luchita, hermana de mi mamá, me consiguió lo que faltaba a mi atuendo: un auténtico sombrero de copa. Mi primer personaje había nacido.

      Todo mago que se respete debe aparecer palomas reales, así que, con ayuda del Mago Chams y su tienda, aprendí el método para hacerlo. Pero no tenía paloma. Mi mamá, maestra en la escuela de un viejo barrio minero, preguntó donde podría conseguir una de esas aves. Alguien le llevó un hermoso pichón blanco. Pero había un problema: era demasiado grande. El truco consistía en poner al animalito en un arnés especial que lo mantenía inmóvil. Paloma y arnés se metían en un bolsillo secreto del saco para sacarlo en el momento oportuno. Pero el pichón que me llevó mi mamá no cabía en el arnés. Entonces se me ocurrió añadirle tela para que le quedara. Pero cuando lo metí al bolsillo secreto, formaba un bulto visible a kilómetros de distancia. Aquello no funcionaba. Además, el pobre pichón, harto de apretujones, me tomó un auténtico odio, mismo que mostraba cada que me veía, esponjándose y abriendo el pico de forma amenazadora. Hubiera funcionado más hacer un número de domador de feroces palomas…

     Fui a la tienda del mago Chams a preguntar qué era lo que estaba mal. La joven que regularmente me atendía se rió de buena gana y me explicó que no se usan pichones normales, sino una variedad de palomas llamadas “habaneras”, mucho más pequeñas y muy dóciles. Me dijo donde donde comprarlas, así que adquirí una parejita y se convirtieron en las estrellas de mi “show”. Amigos animalistas: no se me enojen. Mis palomas no sufrieron ningún maltrato, se dejaban poner dócilmente el arnés y solo pasaban unos minutos dentro del bolsillo secreto. De hecho, vivieron conmigo varios años y hasta se reprodujeron, de tal modo que, cuando un polluelo estuvo en edad de “trabajar”, “jubilé” a esas primeras palomas que terminaron tranquilamente su vida en el patio trasero de mi casa, volando libremente.

    Ya con un pequeño “show” montado y con un atuendo profesional, comencé a ofrecer mi espectáculo para fiestas infantiles. El padre de una amiga de la secundaria, que tenía una imprenta, me hizo mis tarjetas de presentación. Mi primer trabajo pagado fue precisamente como mago en una fiesta. Me pagaron 300 pesos de los de antes y lo invertí… en más trucos. Debe haber sido curioso ver a un muchacho vestido de frac y sombrero de copa, con una maleta de un lado y una cajita de madera en la otra -donde llevaba a mis palomas-, caminando presuroso por la calle, camino a alguna fiesta.

     Me presenté no sólo en fiestas, sino también en ferias, festivales escolares, eventos especiales y en cuanto escenario requiriera mis servicios. Desde luego, los shows en las fiestas familiares se habían hecho ya tradicionales. Mis amigos me apodaban precisamente “El Mago”…

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De la magia al teatro y del teatro a la música.
Conforme avanzaba mi “carrera” mágica, más me daba cuenta que necesitaba contar con más herramientas escénicas, así que me uní a un grupo de teatro de aficionados integrado por muchachos aproximadamente de mi edad. El grupo, dirigido por Arturo Romero, un entusiasta actor y director autodidacta, apenas un poco mayor que yo, montaba  comedias ligeras, aunque con el tiempo se fue haciendo más ambicioso. El teatro me entusiasmó de tal modo que le dedicaba la mayor parte del tiempo libre que me dejaba la prepa, que por cierto, en aquel entonces y con aquellos planes de estudio, era bastante. Arturo trataba de ser muy serio en los estudios de actuación, así que algo fui aprendiendo y pronto me vi convertido en uno de sus actores principales, con una media docena de puestas en escena y bastante actividad.

     Ya encaminado dentro del teatro, poco a poco fui desarrollando la peregrina idea de que la magia, divertida y apasionante, no era lo suficientemente “seria” como otras artes, por lo que la fui abandonando poco a poco. Pero mis libros y aparatos mágicos fueron celosamente guardados. El teatro avivó mi interés por la música. Buena parte de lo que ganaba trabajando como mago lo gastaba en comprar discos, de tal forma que me fui convirtiendo en un melómano que solía proponer la música de las puestas en escena que hacíamos. Y así, entre una carrera mágica que parecía desvanecerse y varios éxitos como actor aficionado, la música se fue configurando como el motor de mi existencia. Cuando terminé el bachillerato, mi duda estaba entre estudiar teatro o música, aunque al final me decanté por ésta última.

     Varios años en la Escuela Nacional de Música, mi ingreso a la música comercial profesional, mis experimentaciones dentro del free jazz y la música de vanguardia, una licenciatura en Ciencias de la Comunicación guardaron esa pasión por la magia,  que se hizo casi secreta pero presente. Un día, una compañía de teatro que se había instalado en Pachuca como resultado de los terremotos de 1985, me invitó a participar en una puesta en escena. Se trataba de una obra para actores y títeres con el tema del circo, como resultado de una exposición del Museo Nacional de Culturas Populares acerca del circo en México. El papel propuesto era, por supuesto, el del mago del circo. Con ayuda de Emmanuel Márquez, el director, armamos no uno sino tres personajes para la obra: un mago elegante, de frac, enamoradizo y cursi, un mago “oriental”, con turbante y túnica y un mago-payaso que se enredaba al tratar de hacer la rutina de los Aros Chinos. La obra tuvo cierto movimiento y reavivó mi interés por la magia. Pero una vez terminada la temporada, aquella pasión regreso a su estado de hibernación.


Un viejo amor…
Hace unos diez años descubrí, casi por accidente, que en el escenario o detrás de un personaje podía comunicarme con los niños. Nunca fui especialmente “niñero”. Más bien, hasta los evitaba. Pero descubrí que, si me resguardaba detrás de un personaje que los divirtiera, hasta podía disfrutar su compañía. Me uní como voluntario a una organización que hace visitas a hospitales caracterizados como payasos. Ese fue el pretexto que necesitaba para regresar a la magia. Ya con una carrera como músico y con experiencia en compañías profesionales de teatro, sabía que era posible vivir del trabajo escénico. Por eso reorienté mi carrera y comencé a estudiar el arte del “clown”, al mismo tiempo que dejaba que la pasión por la magia despertara otra vez, esta vez con la fuerza que dan los años de experiencia en el escenario. Esta vez inventé un personaje que combinara la música, el arte del clown y la magia. Así nació “Chuspo”, un viejo músico que trata de hacer conciertos, pero cosas mágicas e incontrolables le “pasan”. Supuestamente “Chuspo” está dirigido a un público infantil, pero en realidad los niños son el pretexto para hacer un espectáculo donde pueda reírme y hacer reír con cosas que me gusta hacer.


La magia y el escepticismo
Después de años de reflexiones he llegado a la conclusión de que, para mí la magia va mucho más allá de las artes escénicas: es toda una forma de entender la vida, el conocimiento y el comportamiento humano. Desde los primeros trucos que aprendí, me di cuenta que, además de lo importante que es dominar tal o cual movimiento o técnica de prestidigitación, era importante entender y dominar la parte psicológica del truco. No basta con hacer parecer que una moneda ha desaparecido. Hay que convencer al espectador de que eso ocurrió mágicamente. Hay que hacerle creer que vio cosas que en realidad no pasaron; hay que hacer que mire para un lado y no otro y hay que hacer que piense y deduzca lo que el mago quiere. Hay que conducir y dirigir su atención hacia donde queremos y evitar que vaya a donde no queremos. Esto es lo que hacen los buenos magos, ya sea con un truco de cartas frente a un pequeño grupo de amigos o un efecto espectacular en un escenario gigantesco. Los magos entonces, desde hace siglos, han aprendido a manejar la atención y percepción de sus espectadores y pueden hacer que vean y crean casi cualquier cosa. Son artistas del engaño con el propósito de entretener de manera más o menos artística. Los magos han demostrado que la atención, la percepción y las creencias pueden ser -y son- altamente manipulables. Se puede convencer a las personas para que crean cualquier cosa, aun cuando vaya en contra de la razón o el sentido común, si se usan las técnicas adecuadas. Por lo tanto, nosotros como humanos, contamos con sentidos, percepción y un razonamiento que pueden ser engañados con relativa facilidad.

     Uno de mis héroes de la adolescencia fue el ilusionista y escapista Harry Houdini (1874-1926). Hijo de inmigrantes húngaros, Erich Weiss -su nombre real-, se convirtió en uno de los artistas escénicos más exitosos de su tiempo. Cuando su madre murió sintió un gran interés por el espiritismo, la moda sobrenatural de su tiempo. Intentando “comunicarse” con el más allá para contactar con su madre muerta, Houdini acudió a médiums que afirmaban  poder establecer contacto con personas ya muertas. Siendo un experto en las artes del engaño, rápidamente descubrió los métodos que los espiritistas usaban para estafar a la gente. A partir de ahí se convirtió en una suerte de cazador de fraudes relacionados con lo “sobrenatural”. Houdini tenía una especial amistad con Sir Arthur Conan Doyle, el autor de las novelas de Sherlock Holmes. Pero lo que el personaje ficticio tenía de hábil maestro del pensamiento lógico y la deducción, su autor lo tenía de credulidad y pensamiento mágico. Conan Doyle fue fácilmente engatusado por dos adolescentes que le hicieron creer que habían fotografiado  a “auténticas” hadas. El engaño era de lo más burdo, ya que las “hadas” no eran mas que recortes de revistas. Pero a pesar de las advertencias de Houdini, Conan Doyle creyó firmemente que se encontraba frente a un hecho sobrenatural. La amistad entre ellos se vio gravemente dañada cuando la esposa de Conan Doyle, que presumía de ser médium, le dio una carta supuestamente dictada por su madre muerta desde el más allá. El problema era que la carta estaba escrita en inglés, idioma que la madre de Houdini nunca aprendió. Ella sólo hablaba yiddish.

     El incidente de las “hadas” y el asunto de los espiritistas hicieron que Harry Houdini fuera el iniciador de un movimiento para desenmascarar los supuestos hechos sobrenaturales y que se constituían en fraudulentos negocios. Este movimiento, no siempre entendido o articulado como tal, fue continuado años más tarde por otro mago: el canadiense James Randi. Además de su carrera como ilusionista, The Amazing Randi se dio a conocer cuando desenmascaró al “psiquico” israelí Uri Geller, el cual saltó a la fama en la década de los ochentas al presentar un acto donde doblaba cucharas supuestamente con el poder de su mente. Randi retó a Geller a repetir su acto en un programa de televisión, sin que este tuviera acceso previo a las cucharas que supuestamente doblaría. Bajo la experta mirada del mago, el “psíquico” no pudo realizar sus mañosas trampas y no logró doblar una sola. Argumentó que sus “poderes” se debilitaban ante la presencia de los escépticos. ¡Qué casualidad!. Geller demandó a Randi por una suma millonaria, pero perdió el caso estrepitosamente. James Randi fundó una organización para la investigación de hechos “paranormales”, la James Randi Educational Fundation (JREF) una organización sin fines de lucro que tiene la finalidad de educar a la gente y a los medios acerca de afirmaciones acerca de hechos supuestamente sobrenaturales. Incluso estableció un premio de un millón de dólares para la persona o personas que lograran reproducir cualquier clase de hecho sobrenatural en condiciones de laboratorio. Muchos han aceptado el reto, pero nadie ha podido llevarse el millón. Al igual que la JREF, existen otras organizaciones de escépticos como el Committee for Skeptical Inquiry (CSI) y muchas otras distribuidas por todo el mundo Y todas ellas, al investigar algún supuesto caso paranormal, tienen entre sus expertos a un mago, para evitar la utilización de técnicas de prestidigitación en afirmaciones de este tipo.


     La magia, el arte del engaño,  es entonces una herramienta para evitarlo. Se convierte así en un auxiliar de la ciencia, en un medio para evitar los sesgos cognitivos que dan una visión distorsionada de la realidad. Para mí, la magia se ha convertido en el punto de partida para toda una forma de ver la realidad, de entender que nuestros sentidos y nuestra percepción pueden ser engañados fácilmente y que necesitamos de medios para evitarlo. Estos medios son el pensamiento crítico y el razonamiento científico. Sin ellos, estamos perdidos ante la publicidad, los fraudes, la pseudociencia, los eslogans políticos, las medicinas “alternativas” y toda clase de modas que ponen en peligro nuestra salud, nuestro patrimonio y hasta nuestra posición política. 

     A veces me han preguntado si mi escepticismo no interfiere con mi vida “espiritual”. No se exactamente a que se refieren con eso de mi “espiritualidad”, pero si se que tengo una intensa vida interior. Puedo maravillarme ante una puesta de sol, puedo sentirme fascinado ante la idea del inmenso universo con sus galaxias, quasars y hoyos negros, puedo emocionarme ante el crecimiento de un diente de león en la grieta de una banqueta o ante un cachorro jugando. Me siento conectado a ellos, a ese inmenso universo, pero sin tener necesidad de “milagros” sobrenaturales ni seres fantásticos ni “energías” sutiles. La realidad me parece fascinante así como es. Pero para conocerla hay que despojarnos de esos lastres cognitivos, de esas trampas mentales, de esas ilusiones engañosas. Y para llegar a esto, la magia, con sus palomas que aparecen, sus sombreros de copa llenos de conejos y sus varitas mágicas, ha sido esencial en mi vida.


    Hace más de 50 años mi hermano hizo un truco con una bolsa de papel. Este sencillo acto determinaría, cual efecto mariposa, la manera por donde se conduciría mi vida. Ese fue el verdadero acto de magia.



(Dele click al enlace para ver mi rutina consentida)