miércoles, 20 de abril de 2016

El virus de los antivacunas ataca de nuevo


Hace unos días, una muy querida amiga, talentosa artista que reside en el extranjero, me bloqueó de su cuenta de Facebook, algo que entiendo como la manifestación de su deseo a no saber más de mí ni tener más comunicación conmigo, al menos por esa red de uso cada vez más extendido. Mi amiga (a la que sigo considerando como tal, pese a todo), a la par que comparte y publica interesantes artículos sobre arte, es una entusiasta “compartidora” (¿se dirá así?) de publicaciones que tienen que ver con conspiraciones, curas milagrosas para el cáncer, “pruebas científicas” de la existencia del más allá y “evidencias” que demuestran que los extraterrestres habitan entre nosotros desde hace siglos. No me preocupa que haya compartido una publicación que “denuncia” que Barak Obama es homosexual y que su esposa Michelle es transexual, ni aquella donde dice que un “cientifico” ha demostrado que en realidad vivimos dentro de un holograma. No reaccioné ante sus publicaciones acerca de los “chemtrails”, supuesta conspiración que involucra a las aerolineas y todo su personal en la malévola tarea de regar peligrosas sustancias químicas utilizando todos y cada uno de los vuelos comerciales, con la finalidad no muy clara de propagar enfermedades, controlar el clima mundial, “lavar el cerebro” de la humanidad entera o las tres juntas. Pero posteó algunas publicaciones que debo admitir que me molestan mucho: aquellas que afirman que las vacunas son peligrosos causantes de autismo y de quién sabe cuanta cosa más. Me molestan mucho por falsas, manipuladoras, alarmistas y carentes absolutamente de fundamento científico. Y me molestan mucho más, porque a diferencia de lo inofensivo que pueda ser la puesta en duda de las preferencias sexuales de Obama, la afirmación de que los niños no deben ser vacunados me parece obscena, inmoral y peligrosa.

     El movimiento anti-vacunas, o antivaxxer en inglés, surgió a raíz de la publicación en 1998 de un artículo del ex-cirujano e investigador británico Andrew Wakefield en la que afirmaba que la aplicación de la vacuna triple vírica (la que protege contra el sarampión, las paperas y la rubéola) y la aparición de casos de autismo y enterocolitis estaban relacionados. La ex-modelo de Playboy y actriz norteamericana Jenny McCarthy, novia  en ese entonces del actor Jim Carrey, culpó a la vacuna de haber “causado” el autismo de su hijo y se convirtió en el rostro visible del movimiento. Varias celebridades (y ningún científico especialista) se unieron al escándalo. El seguidor más reciente es el actor Robert de Niro. 

Historia de un fraude
     Según Wakefield, el componente de la vacuna triple causante del autismo es el timerosal, un compuesto organomercúrico que se añade como antiséptico y antifungal. Cuando las celebridades y sus seguidores, sin ningún conocimiento científico, escucharon la palabra “mercurio”, pusieron el grito en el cielo. ¿Acaso no es el mercurio un peligroso tóxico, causante de múltiples envenenamientos por consumir alimentos (especialmente pescado) y agua contaminados? Y es aquí donde el analfabetismo científico cobra su precio: el mercurio metálico es extremadamente tóxico, pero cuando está combinado con otros elementos es completamente inocuo. El timerosal al entrar al cuerpo se descompone rápidamente en etilmercurio y otros componentes y es eliminado. No se acumula en los tejidos, como afirman los antivaxxers. El etilmercurio no es igual al metilmercurio, siendo tóxico este último. Para que mis queridos lectores no se espanten con los nombres químicos, sólo pondré como ejemplo las diferencias entre el alcohol etílico, que lo único que provoca es una soberana peda, de proporciones variables a la cantidad ingerida, mientras que el alcohol metílico causa graves daños al sistema nervioso, especialmente al nervio óptico, razón por la que las víctimas de las bebidas alcohólicas adulteradas con alcohol metílico, llamado “industrial”, quedan ciegas cuando no mueren. El terrible villano timerosal tiene un nombre comercial que seguramente reconocerá: merthiolate. Sí, aquel líquido rosa-anaranjado que nuestras madres nos ponían cuando nos raspábamos las rodillas. Pero en ese entonces, nadie le tenía miedo al merthiolate, excepto aquel al que se lo aplicaban, porque ardía como el carajo.

     Después de la publicación del artículo de Wakefield, en la prestigiosa revista científica The Lancet, vinieron las revisiones a sus datos y metodología, como es habitual en los medios académicos. Se encontró que la investigación tenía graves fallas: en primer lugar, la muestra era demasiado pequeña: solo doce niños formaron parte del estudio. Pero el problema más grave era que Wakefield tenía lo que se llama conflicto de intereses. El entonces médico pensaba ganar millones de dólares vendiendo un test para diagnosticar “enterocolitis autística”, una enfermedad inventada por él mismo. También pensaba encabezar litigios millonarios por los supuestos daños causados por las vacunas. En 2010 un tribunal británico lo encontró culpable de 32 cargos, cuatro de ellos por fraude, doce por abuso a niños con discapacidades y otros más por práctica no ética. Se le revocó la licencia para ejercer la medicina. The Lancet retiró la publicación del artículo. Otras revistas y organizaciones científicas aclararon que todo había sido un elaborado fraude.

El contagio de los antivaxxers.
     Pero el daño ya estaba hecho. Las celebridades involucradas continuaron con su campaña de desinformación, completamente inmunes a las evidencias que se les presentaban. El timerosal fue retirado de casi todas las vacunas, a pesar de que no se encontró ninguna relación con autismo u otra afección. Como era de esperarse, el retiro del timerosal no redujo en lo más mínimo el índice de aparición de casos de autismo. Lo más grave fue que se sembró la duda entre la gente ante cualquier vacuna. Apareció la idea de que existe una gran conspiración que involucra a la OMS, a las farmacéuticas y a todos los médicos del planeta para seguir inyectando peligrosas sustancias en los niños, con quién sabe qué malvados fines. La imagen del “científico loco” que quiere adueñarse del planeta se ha metido en la mente de muchas personas que ven con desconfianza a la ciencia mientras, paradójicamente, utilizan con gran entusiasmo toda clase de gadgets tecnológicos que son fruto, precisamente, de la ciencia a la que miran con recelo.

    Los hechos están ahí, visibles y al alcance de quien quiera consultarlos: las vacunas han reducido dramáticamente la aparición de enfermedades terribles. Algunas están muy cerca de ser erradicadas. Y esto no son sólo números y estadísticas: en nuestra vida cotidiana podemos ver que ya no hay casos de tosferina, ni sarampión, ni poliomielitis. Cuando yo era niño (nací en 1961), todavía vi personas que habían sido atacadas por la poliomielitis, con muletas, paralizadas de por vida. Ya no hemos conocido casos de niños que mueran asfixiados ante la vista de sus desesperados padres a causa de la tosferina. Sin embargo, abundan los sitios de internet que afirman que las vacunas no sirven para nada, que las enfermedades que supuestamente combaten, desaparecieron por sí solas, que los niños corren graves peligros si son vacunados.

     Esta desinformación y su propagación por las redes sociales ha tenido un costo. El sarampión hizo su espectacular reaparición, no en un empobrecido país africano o asiático. El brote significativo más reciente ocurrió en California, iniciándose en Disneylandia, una de las zonas más ricas del mundo, con 157 casos comprobados y se extendió hasta Canadá y México. En Europa la situación es peor: tan solo en Francia, en los últimos cinco años han habido más de 23000 casos. Estos números pueden parecer bajos, pero son muchos para una enfermedad que había sido ya erradicada. Mientras haya más niños sin vacunar, mayor es el riesgo de que surja un brote que puede tardar varios años en ser controlado y que puede causar muertes que son evitables.

    Para quien no lo sabe o no lo recuerda, el sarampión es una enfermedad viral, altamente contagiosa, sin tratamiento específico. Esto quiere decir que, una vez que un niño sin vacunar ha sido infectado, no hay nada que impida el desarrollo de la misma. En la mayoría de los casos, el sistema inmunológico detiene la infección. Pero hay algunos pocos casos en lo que se puede complicar con neumonía o encefalitis y puede causar sordera o la muerte.

Rompiendo lanzas en Facebook
   En varias ocasiones me he enfrascado en discusiones por FB acerca del asunto de las vacunas. Madres de familia me han argumentado que sus hijos no fueron vacunados y que son “de los más sanos” y que en cambio otros niños, que fueron vacunados “son muy enfermizos”. Ahí me doy cuenta que no tienen ni puta idea de qué son y cómo funcionan. Las vacunas no son para hacerlo a uno “más sano”. Un niño sin vacunar, cachetón y colorado, puede ser atacado por alguna enfermedad prevenible, mientras que otro, tilico y enfermizo, pero con la vacuna específica, no le va a pasar nada. Yo les digo que es como traer a sus niños en el coche sin cinturón de seguridad. Mientras no choquen, no hay problema. Pero en el lamentable caso de que choquen, van a salir disparados por el parabrisas. Me han dicho que sus hijos no están vacunados y que no les ha pasado nada. Les digo que qué bueno, pero que es cuestión de suerte. Me han dicho que han habido casos en los que las vacunas causan alguna reacción adversa. Y les digo que es cierto, que toda vacuna, como cualquier procedimiento médico, conlleva un riesgo. Pero este riesgo es bajísimo en comparación con el riesgo de adquirir alguna de estas enfermedades. Muchísima gente muere en accidentes automovilísticos y, hasta ahora,  no ha habido una campaña para dejar de usar los autos. De hecho, el niño que lleven a vacunar corre mucho más riesgo en el trayecto a la clínica u hospital que la vacuna misma. La vida es así, la vida es riesgo. Pero si se pueden evitar los riesgos mayores, pues mucho mejor. También me han dicho conocer de casos de niños que después de haber sido vacunados presentaron algún síntoma inusual o, en el peor de los casos, signos de padecer autismo. El que B ocurra después de A, no quiere decir que A sea la causa. Esta es la llamada falacia de correlación. Los signos o síntomas pueden tener causas completamente ajenas a la aplicación de las vacunas.

     Estas discusiones han subido de tono, y una respetable señora, que por cierto no tengo el gusto de conocer y que recomendaba tecitos de equinacea como preventivo para todas las enfermedades, me acusó de ser pagado por la OMS y por las compañías farmacéuticas. Ojalá. Si me pagaran por defender las vacunas y la ciencia que está detrás de ellas, sería muy feliz. Pero no es cierto. Las defiendo porque he leído y porque conozco sus efectos. Las defiendo porque ya no conozco a nadie que esté inválido a causa de la poliomielitis, ni he visto niños retorciéndose por el tétanos, ni asfixiándose por la tosferina. Las defiendo porque todos mis sobrinos están vivos, dando lata y haciendo lo que tienen que hacer sin que les haya afectado alguna de las enfermedades que hasta hace unas cuántas décadas eran principal causa de muerte infantil. Las defiendo porque admiro el trabajo de científicos, médicos y enfermeras en las campañas de  vacunación, porque admiro a científicos como Jonás Salk, que habiendo inventado la vacuna contra la poliomielitis, se negó a patentarla.

Armas contra la desinformación
     Vivimos en una época en la que se ha dicho que el internet ha democratizado el conocimiento al ponerlo al alcance de todos los que tengan acceso a él, que aunque no son todavía los que deberían, son muchísimos. Pero poco se ha dicho acerca de la capacidad que esta tecnología tiene para alejar a la gente del verdadero conocimiento por medio de la desinformación, las leyendas urbanas, los bulos, los rumores, los miedos infundados, la desconfianza al conocimiento y el rechazo a la ciencia. La humanidad produce tal cantidad de información, que nuestro cerebro, un órgano prodigioso que nos ha convertido en los seres pensantes que somos, con toda nuestra compleja civilización, ya no es capaz de procesarla y recurre a artilugios mentales como la simplificación, la generalización, el ver la realidad en blanco y negro. Digamos, para utilizar una metáfora que será entendida de manera muy fácil, que nuestro cerebro tiene un sistema operativo de hace más de 100 000 años y ya no corre bien con los nuevos programas. Sin embargo, desde hace unos pocos siglos, algunos humanos desarrollaron un app que funciona muy bien para adquirir conocimientos confiables y comprobables. Este app solo lo tienen instalado algunos humanos, que son los que nos han llevado hasta donde estamos: es el pensamiento científico. Ya es tiempo de que todos nos instalemos ese app. No quiero decir que todos debamos estudiar ciencias y hacernos científicos. Pero sí debemos aprender a utilizar el pensamiento científico y entender cómo funciona la ciencia. Es algo urgente, si queremos sobrevivir al tsunami de desinformación que soportamos día con día y que nos pone en verdadero riesgo como especie. Lo contrario al conocimiento no es, como pudiera pensarse, la ignorancia, sino la ilusión de conocimiento. Y el internet es pródigo en hacernos caer en esta ilusión.


     Mi amiga es inteligente, brillante en su campo, con un alto grado de estudios académicos. ¿Qué ocurre entonces? Que la desinformación ataca a cualquiera, sin importar su nivel de educación, aprovecha los fallos que tiene la mente para procesar un exceso de datos y se instala formando un sistema de creencias, una suerte de malware que impide ver la realidad con claridad. Mi amiga solamente ha sucumbido al bombardeo de desinformación que padecemos, a la seducción de datos presentados de manera simplista y atractiva. El cerebro de las personas promedio, no es muy bueno procesando números, estadísticas y datos complejos. Es mucho más fácil ajustarse a las generalizaciones de un sistema de creencias que además está conectado a nivel neurológico con las emociones. Por eso, ella se enojó conmigo al señalarle los peligros de difundir desinformación relativa a un asunto tan delicado como es la salud de los niños. Le ofendió mi insistencia en el pensamiento racional. En verdad lo lamento. Pero no voy a dejar de hacerlo. Voy a seguir señalando lo que los hechos señalan, más allá de mi propia opinión personal, como errores graves y peligrosos. Tú, que lees estas líneas, espero compartas conmigo mi amor por la verdad y no te cierres a la discusión respetuosa pero informada. Nuestra arma común es la razón.