lunes, 28 de agosto de 2017

Remembranzas de mi hermano



En aquellos días lejanos de mi infancia, mi familia solía visitar el mismo paraje del Parque Nacional de El Chico, conocido como Sabanillas. Tenía un arroyo con ranas y renacuajos, varias formaciones rocosas, un pequeño estanque y un laberinto de juníperos. A mi hermano Chavo le gustaba escalar los peñascos y yo lo seguía. En una ocasión, trepando lo que a mí me parecía una inmensa cumbre, me quedé atorado en un punto sin saber como subir, colgado del borde de lo que yo creía era un precipicio. Asustado, llamé a mi hermano, que ya había llegado al punto más alto y regresó por mí. Con facilidad, me tomó de los brazos y me jaló para que subiera. Después, sin decir nada, nos quedamos  en silencio mirando el bosque desde las alturas, escuchando el viento pasar a través de los árboles.
Este es uno de los primeros y más preciados recuerdos que tengo de mi hermano  Chavo y, junto los recuerdos que siguen, constituyen un verdadero tesoro en mi memoria. No están necesariamente en orden cronológico. Los detalles se pierden entre la niebla del tiempo: no se con exactitud cuándo ocurrieron, pero ahí están, haciendo que mi hermano esté presente en mi vida, como el árbol fuerte que vemos día a día: pareciera que ya no le prestamos atención, pero si lo cortaran sería una catástrofe.


La peluquería. Cerca de nuestra casa abrieron una peluquería, atendida por dos hermanos. Mi mamá, que gustaba que lleváramos el pelo bien corto, le dijo que me llevara y le dio dinero: diez pesos, cinco por cada corte. Recuerdo como, al ir caminando por la calle, él puso su mano sobre mis hombros. Al regresar, sintiendo el frío en la nuca, el repitió ese gesto y como si adivinara esa sensación, puso su mano en mi cuello, sujetándome suavemente. Yo me sentí guiado y protegido.

Las carreras de autos. Un domingo programaron en la televisión una carrera de autos. Mi mamá me puso una playera con motivos de autos de carreras. En el programa salió un auto tipo dragster que, al arrancar a gran velocidad, levantaba las ruedas delanteras, mientras avanzaba propulsado por las grandes ruedas traseras. Durante la carrera,  Chavo me habló de Moisés Solana (“Moiseis”, yo decía…) y de Pedro Rodríguez. Días después, modificó un carro de juguete e inventó, con el empaque de unas medicinas (que abundaban en la casa por el trabajo de mi papá), un artilugio para que el carro, corriendo sobre un tramo de autopista, se levantara de igual forma que el dragster que vimos en la televisión.

La estudiantina del kinder. En aquellos años se pusieron de moda las estudiantinas. Y el jardín de niños al que acudía -el “Club de Leones”- creó su propia estudiantina. Obviamente, no tocábamos nada, pero llevábamos instrumentos que pretendíamos tocar. Yo llevaba una melódica, otros niños llevaban guitarras de juguete y así cada uno, con aquellos juguetes, pretendíamos ser aquellos que cantaban con graves voces desde el disco de una estudiantina real. En nuestro “repertorio” estaba “De Colores”, “Yo tenía 10 perritos” y “Aquimichú”. Un día, nos citaron en el kinder con nuestro uniforme de estudiantina -un traje estilo español, color guinda, hombreras doradas y capa con listones-. Antes del evento, como niños que éramos, nos pusimos a jugar a que éramos jinetes -así, sin necesidad de ningún caballo simulado, solo corríamos golpeándonos las nalgas para hacer sonido de galope-. Viendo a los “jinetes” con nuestros trajes de la estudiantina, tomé nota mental para preguntarle a mi hermano -que todo lo sabía- quienes eran los jinetes que usaban uniformes como los nuestros… Por cierto, nunca le pregunté, pero ese momento en el que me detuve a pensar en que Chavo, que sabía de historia, de ciencias y de todo lo imaginable, podría enseñarme algo, quedó grabado para siempre en mi memoria. A partir de entonces, él fue para mí una fuente de conocimiento. 
Cuando me “gradué” del kinder, Chavo fungió como mi “padrino”. Hay por ahí una fotografía donde está él, un adolescente desgarbado, mi mamá muy sonriente, yo, con el uniforme de la estudiantina y una gran caja, de mi tamaño, forrada con papel de china blanco, que contenía una bazuca de juguete que lanzaba cohetes de plástico, mi regalo de graduación.


El experimento. A mi me gustaba jugar solo. Uno de mis juegos favoritos era poner en un frasco o botella, todos los líquidos que pudiera encontrar en el baño: shampoo, espuma de rasurar, pasta de dientes, limpiadores, etcétera, se mezclaban con agua. Yo lo agitaba y observaba los colores, las texturas y los precipitados que se formaran. Cuando me cansaba de mezclar, cerraba el frasco y lo guardaba por días para ver que ocurría con aquel menjurje. En una ocasión, Chavo encontró uno de aquellos frascos sobre un librero,  algo que lo irritaba especialmente por el daño que podría causar a los libros. Regañándome, abrió el frasco de manera descuidada; el líquido goteó y cayó sobre sus pantalones. Enojado me preguntó qué era lo que contenía el frasco. Temiendo que el regaño creciera por sus pantalones manchados con quién sabe qué cosa, comencé a llorar -algo que hacía con frecuencia-. Él me calmó, olfateó el líquido y me preguntó qué era lo que había mezclado. Yo, todavía asustado, le dije que no sabía.
-“Ya no llores, no pasa nada, esto se quita cuando mi mamá ponga el pantalón en la lavadora”- me dijo con firmeza -“pero ¿qué pusiste en el frasco? Esto huele a cafeína… ¿sabes lo que es eso?” Y vino la explicación de lo que era el componente del café… Puesto que en mis experimentos solo utilizaba ingredientes que estuvieran en el baño, nunca nada de la cocina, no tuve idea en ese entonces, ni la tengo ahora de cómo mi menjurje podría  tener olor a cafeína.

Las enciclopedias. Mis padres siempre tuvieron el cuidado de que hubiera libros en la casa, a nuestro alcance. Había una colección de libros que se llamaba “Mis Primeros Conocimientos”. Cada tomo empastado en rojo, trataba de tres temas como “Trenes - Aviones - Viajes Espaciales” o “Gatos - Perros - Caballos” -mi favorito, al cual le escribí en la pasta, con un crayón, una gran letra “E”, en respuesta al reto de mis hermanas de si ya sabía escribir. Durante mucho tiempo, sólo miraba, una y otra vez -todavía no leía-, el tomo de los gatos y los perros. Una vez, Chavo observó que sólo miraba y trataba de leer el mismo libro. Entonces se sentó junto a mí, tomó el libro correspondiente a “Autos - Minería - Puentes” y me lo fue leyendo y explicando. Luego tomó otro e hizo lo mismo. Así, me alentó a leer todos y cada uno de los tomos de esa colección. Con los años, me leí enteritos, los 14 tomos de la Enciclopedia Grolier, el Diccionario Enciclopédico Quillet, y la Enciclopedia Combi Visual. El impulso de aquel “empujón” que mi hermano me dio hace casi 50 años para que comenzara a leer, no se ha terminado…

El truco. A Chavo siempre le gustó payasear. En las fotos solía -suele- hacer gestos o adoptar pose de Napoleón. En su repertorio de gracejadas tenía un truco:  tomaba una bolsa de papel con una mano, pretendía tomar algo del aire, simulaba arrojarlo al aire y pretendía atraparlo con la bolsa. El objeto invisible hacía “sonar” la bolsa y él, con aire triunfal, sacaba una moneda que supuestamente había aparecido. Me enseñó ese truco y me mostró donde había más trucos de magia: en la mencionada colección de “Mis Primeros Conocimientos” y en un tomo de la Enciclopedia Grolier. Durante años, me limité a leer las descripciones y mirar las ilustraciones. Fue una semilla que tardó en germinar, pero cuando lo hizo, creció para convertirse en una de mis pasiones.



La guitarra. En su adolescencia temprana, Chavo quiso aprender a tocar la guitarra. Mi papá le compró una y le consiguió un maestro -un señor callado, de bigote recortado y que siempre pedía café-. Alumno dedicado, pronto comenzó a tocar bastante bien. No sólo aprendió a acompañar canciones, sino que también tocaba piezas instrumentales, como el “Adiós de Carrasco”, -que les gustaba mucho a mis abuelos-. La guitarra se convirtió en parte de él mismo. Aunque mis papás pretendían que él nos enseñara a mis hermanas y a mí, eso nunca ocurrió. Cuando ya tocaba  más o menos bien, fue contratado para que les diera clases de guitarra a unos amigos, cuatro hermanos, que vivían en la misma calle. Semana a semana acudía a su casa para enseñarles a tocar. Yo me negué a aprender. Fingí que no me interesaba. En realidad, muchos años después me di cuenta de que estaba celoso. Hasta la fecha, me arrepiento de no haber aceptado sus clases…

Con los años, se convirtió en un guitarrista bastante competente, tomando en cuenta que nunca estudió música de manera formal. Solía practicar en la recámara que compartíamos, en la noche, los fines de semana cuando regresaba a Pachuca después de pasar la semana estudiando física en la UNAM, cuando supuestamente yo ya estaba dormido. Así, entre sueños, sus ejercicios y las piezas que tocaba, se metieron en mis recuerdos. También solía llevar discos de música clásica, no solo de guitarra. Así conocí a Johann Sebastian Bach, su favorito -y por consiguiente, el mío- y sus Conciertos de Brandenburgo. Conocí los arreglos ligeros de Waldo de los Ríos, y también a Walter Carlos y la música de la película “Naranja Mecánica” e Isao Tomita y la música de Debussy. Entre sus libros tenía el “Entrenamiento Elemental para Músicos” de Paul Hindemith, con la intención de algún día estudiarlo. Para mí, durante años, ese libro, con su notación y solfeo,  fue un completo misterio, hasta que al entrar a estudiar a la Escuela Nacional de Música llevé ese mismo libro. Su guitarra, las piezas que tocaba y los discos que tenía, fueron determinantes para que yo decidiera hacer de la música mi carrera.

Las revistas. Cuando yo entré a la secundaria, Chavo ya llevaba varios años estudiando en la UNAM. Los domingos en la tarde se marchaba a la ciudad de México y regresaba usualmente los viernes por la noche. Muchas veces llegaba con alguna novedad, un libro interesante, un disco o algún artefacto propio de sus estudios, por lo que siempre lo esperaba expectante. Algunas veces llevaba algo especialmente para mí: en varias ocasiones me compró  una revista en inglés llamada “The Magic Magazine”. Para mí era un verdadero tesoro: una revista para magos, con reportajes, entrevistas, consejos y trucos. Con ayuda de un diccionario, las leí de cabo a rabo. Esa fue la base para que yo aprendiera inglés, a pesar de que solo estudié lo poco que me dieron en la secundaria y la prepa. Todavía las conservo…

Los juguetes. Chavo tenía varios juguetes que me estaban vedados, prohibición que respeté siempre o casi siempre: un juego de química, con sus tubos de ensayo llenos de polvos multicolores y un tren eléctrico, con sus vías en forma de ocho, y varios vagones de carga. En una ocasión, acompañó a mi abuela a Ciudad Juárez, donde residía un hermano de mi papá, y regresó con juguetes que a mi me parecieron maravillosos: un avión azul, que podía volar sujeto a cables, con motor de gasolina y un auto mustang rojo convertible, de pilas, con una palanca de velocidades que funcionaba realmente. Yo suspiraba por ese carro, porque estaba en la misma escala de algunos carros que yo tenía, aunque no tan vistosos. Por eso lamenté cuando mi primo Ramoncito -que no respetó la prohibición- le sumió las ruedas al apoyarse sobre él para usarlo como cualquier carro de juguete…

Estudiantinas que estudian. Por aquellos años, en la televisión se hizo un programa de concurso llamado “Estudiantinas que Estudian”, patrocinado por Cerillos La Central. Chavo estaba en la secundaria y formaba parte de la estudiantina de la Secundaria Federal  Número 1 (aunque en ese entonces, al ser la única, no tenía ese número), tocando el acordeón. El programa consistía en el enfrentamiento entre dos estudiantinas de sendas instituciones educativas, que competían tanto con números musicales como con preguntas y respuestas. que eran contestadas por un “equipo de sabios”, integrado por los alumnos más aventajados de cada escuela. La estudiantina de la secundaria de Pachuca comenzó a ganar, aún cuando se enfrentaba a conjuntos de instituciones de nivel más alto, como prepas y vocacionales. Chavo formaba parte de ese equipo y pronto se ganó el mote de “El Sabio”. Semana a semana, durante varios domingos, la estudiantina de la secundaria de Pachuca, al ir ganando, se fue convirtiendo en celebridad local. En una ocasión en que la familia acudió al mismísimo estudio de Telesistema Mexicano para presenciar el programa, este se suspendió por un acontecimiento histórico: la llegada del Apolo XI a la luna. Solo recuerdo haber estado esperando, aburrido, a que iniciara el programa mientras se escuchaba la narración del famoso alunizaje. Al final, el programa no se realizó y regresamos frustrados.

La fama de la estudiantina y de “El Sabio” fue creciendo en la ciudad, que en ese entonces era pequeña. La gente acudía a despedir a los muchachos y los esperaba en la noche para recibirlos. Yo, como el resto de la familia, estábamos orgullosos de nuestro Sabio. En la escuela mis maestros y compañeros me preguntaban por el programa.  Por eso, el día que fallaron la pregunta y perdieron, fue una tragedia local. Creo que la pregunta fue acerca del color del jade, el hecho es que cometieron un error y todo se vino abajo. Mi papá manoteaba la mesa enfurecido, creo que mi mamá lloraba… En realidad, Chavo -creo- se sintió aliviado: la presión era cada vez más grande. Su fama, además, tuvo un precio: cuando terminó la secundaria e ingresó a la prepa, fue un blanco especialmente codiciado para las novatadas que en ese entonces eran tradicionales. Lo raparon varias veces los bravucones de la prepa…

Las celebridades. Hace poco tiempo salimos a pasear por el centro de Coyoacán. Caminábamos lentamente cuando se acercó un joven con una cámara en la mano. Nos dijo tímidamente que si podía sacarnos una fotografía. Extrañados, le preguntamos cuál era su interés.
-Es que nunca había visto paseando juntos a Albert Einstein y Santa Claus...



Los años han pasado y los recuerdos son nebulosos. “El sabio” Cuevas, después de años de estudio en el extranjero, se convirtió en el Dr. Cuevas, experto en óptica de los telescopios más avanzados, con reconocimiento en las más altas esferas de las élites científicas del mundo. Pero él ha hecho que la palabra “hermano” brille como los astros que se observan en los telescopios que ha inventado. Ha sabido buscarme en momentos difíciles y en más de una ocasión en que la vida me ha puesto atorado al borde de un peñasco, él ha venido, me ha tomado con sus fuertes y bondadosos brazos y me ha puesto junto a él, en la cima. Y desde ahí hemos contemplado juntos el paisaje.